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Anoche soñé contigo – Tercera parte

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Anoche soñé contigo – Tercera parte
Tercera parte:

Ya en cama, más tarde, Toto reflexionó sobre lo ocurrido. ¡¿Qué pinche p**o le había pasado a Quique?! Cómo se le ocurría siquiera pensar en… ¿Qué, acaso era…?

Bueno, de cualquier forma era su amigo, pero es que…

¿Cómo era posible que estuviese dispuesto a agarrarlo de la verga…?

A pesar de vivir tan cerca, ambos amigos dejaron de hablarse después de aquello. Toto, sintiéndose incómodo de verle diariamente, decidió pasar unos días con Luis, su papá; para así olvidarse del asunto. Éste vivía con Gloria, su segunda y actual esposa. Una mujer notablemente más joven que él.

La casa que Luis compartía con Gloria era más grande que donde Toto vivía con su madre. Contaba con alberca y jacuzzi, así que Luis, Gloria y Toto nadaron un rato, para luego echarse a tomar el sol.

Tan caliente como andaba, Toto no dejó de admirar el cuerpo de su madrastra. Bajo los lentes de sol que portaba, el joven puberto ocultó la mirada que no dejaba de apreciar el abdomen plano de la joven esposa de su padre; su cintura delgada y ese par de tetas de piel blanca que prometían leche. Aquellas invitaban a sopesarlas; por lo menos eso creía el encendido muchacho.

Con dicha imagen inspirándole, no dudó en manuelearse esa noche, dejándole bien manchadas las sábanas a su madrastra. Si algo compartía seguro con su padre, era el gusto por el físico de aquella joven señora que parecía más bien señorita.

Cuando regresó a casa lo hizo en bicicleta. Antes de llegar, decidió pasarse por el puesto de Don Cuco, después de todo hacía tiempo que no lo visitaba y es difícil desprenderse de los viejos vicios. No obstante, antes de que aquél lo viera, Toto notó que Quique estaba ahí. El chico conversaba con el Don.

—No sé Don Cuco, ¿qué tal si ella…?

—Cabrón, hazme caso, ¡chíngatela! Cuando no estén tus papás. Si tanto tienes miedo que ella no quiera yo te consigo unas pastillas para que la pongas a dormir, ya te dije.

—No, no sé…

—Sí cabrón, te juro que son cosa segura. Nada más se las disuelves en la comida como te expliqué, y vas a ver que se queda bien jetona. Ni aunque le des de cachetadas se despierta, te lo aseguro, lo sé por experiencia. Dices que puedes conseguir copia de las llaves de su cuarto, ¿no?

—Pues sí, pero…

—¡Ahí está! —dijo Don Cuco—. Nada más esperas a que se meta a su cuarto y te la chingas ahí mismo, y nadie se va a enterar… ni ella. Caray, yo ya quisiera estar en tus zapatos, pinche chamaco. Mira, tráeme el dinero mañana y te aseguro que te consigo las pastillas.

Toto sintió malestar en el estómago nada más escuchó esas palabras, pues a Chabela ya la tenía en especial estima. Y, pese a su propia calentura, sabía que aquello estaba mal; ya demasiado, una porquería. Se alejó cuidando que no lo notaran.

Más tarde, echado en su cama, reflexionaba: “Pinche viejo cabrón… hijo de…”

Y le cayó el veinte, así que tomó una decisión.

—Hola, buenas noches, disculpe la hora, pero… ¿podría ver a Quique? —preguntó Toto cuando la mamá de su amigo le abrió la puerta.

—Claro Toto, pásale.

Cuando los viejos amigos se encararon fue una situación incómoda, sin embargo, Toto se armó de valor.

—Discúlpame, me porté como un pendejo —le dijo Toto, ya en privado.

Tras las disculpas de uno a otro, ambos conversaron:

—Sí, la mera verdad eso de la mano intercambiada fue algo que me enseñó Don Cuco —confesó Quique.

—¿Lo hiciste con él? —cuestionó Toto.

Quique asintió avergonzado.

—Pinche viejo pervertido… puto degenerado. Es un asco ese güey, ya no hay que pasar por su puesto —expresó Toto.

Como el otro guardó silencio, Toto continuó tras un momento.

—No, no le hagas caso en eso que te aconsejó. Te meterías en problemas. ¿Qué tal si lo de las dichosas pastillas termina en…? ¿Qué tal si le hacen daño a Chabela… qué tal si se muere?

—¡Puta!, en eso ni había pensado —admitió Quique.

—Además, de cualquier forma, sería una ojetada. Una cosa es mirarla sin que ella se dé cuenta y otra es…

—Pero es que a mí ya me urge, ¿qué a ti no?

Y Quique se llevó una mano a su paquete.

—Claro que sí —contestó Toto, sonriendo—. Pero así no. Hay que llegarle bien; en limpio; de frente.

—Eso dices tú, pero yo quisiera llegarle por detrás… uff mamita —y Quique hizo un ademán con ambas manos que simulaba un agarre de trasero, a la vez que se mordía los labios en señal de deseo.

Toto rió de la ocurrencia de su amigo. Volvían a ser dos buenos amigos. Los viejos camaradas que habían sido desde años. Quique incluso le confesó que Don Cuco…

—Sí, cómo ves. Me recomendó que me comprara una gallina para practicar.

—¿Una gallina…? —preguntó Toto, incrédulo.

—Sí, una gallina de verdad, una ponedora. Disque eso era la mejor manera de practicar. Disque así lo hacía él de chavo. “Toma gallinita, toma gallinita”; así me dijo.

Toto no se aguantó la risa al ver cómo su amigo hacía el ademán correcto, mientras narraba lo dicho por Don Cuco.

—Ay no mames, eso sí está muy… ¡pinche viejo más puto enfermo!

En eso vieron a Chabela regresar del mandado.

—¡Órale, vamos! —le dijo Toto a Quique, al mismo tiempo que le dio unas palmadas, alentándolo.

Pero mientras Toto se levantó de la banqueta, Quique no lo hizo.

—No qué. Ve tú. A mí me da pena —dijo Quique.

—Anda, no seas miedoso. ¿Qué puede pasar? Total si dice que no, pues… no pasa nada.

—No, qué tal si se lo cuenta a mis papás. No…, mejor ve tú. Anda, ahí luego me dices qué te dijo —concluyó Quique.

Toto, a pesar de que su amigo lo dejó solo, se armó de valor y caminó hacia Chabela.

—¿Te ayudo? —le preguntó Toto, a la vez que tomaba una de las bolsas que la chica cargaba.

—Ay, gracias —le dijo ella.

Toto, en un desplante de caballerosidad; un tanto extraño a su edad; se le adelantó y le abrió la puerta de la casa.

—Gracias —volvió a decir la chica.

Poco después, Toto se hallaba sentado ante la mesa de la cocina. Para justificar su permanencia, a lado de la muchacha, Toto se había ofrecido a ayudarle en sus tareas.

—Sabes, anoche soñé contigo —dijo por fin, aunque con timidez, mientras sacaba chícharos de su vaina.

—Ah, ¿sí? —respondió ella, quien cortaba unos nopales, y no ocultó una leve sonrisa—. ¿Y cómo me soñaste?

Toto dudó en cómo responder: con la verdad, o decir algo distinto sólo para quedar bien.

Por un par de segundos, sólo hubo silencio entre ambos. Luego, los dos se sonrieron cómplices, como si uno y otro visualizaran lo que había en la mente del chico, sin necesidad de haberlo compartido en palabras. Chabela sabía muy bien lo que Toto había soñado.

Cuando salió de la casa, Quique aún lo esperaba sentado en la acera, ansioso de lo que su amigo pudiera contarle.

—¿Qué pasó? ¿Qué te dijo? —interrogó Quique.

Toto se sentó junto a él, pero no dijo nada inmediatamente. Callado, se la hizo de emoción.

—Anda, cuenta —insistió Quique.

—Así que ustedes dos me han mirado todas estas noches —le había dicho Chabela a Toto, una vez éste se confesó.

—¡No manches, para qué le dijistes eso! —inmediatamente le reclamó el amigo.

—Quise ser honesto para que ella…—respondió Toto.

—Pero entonces ¿qué te dijo? —le interrumpió Quique.

—Está bien, voy a hacerlo —había dicho la muchacha, con total seguridad—. Pero hay una condición.

—¿Cuál? —había preguntado Toto, inmediatamente.

—Se van a tener que esperar hasta que yo les diga —pronunció rotundamente.

—¡¿De verdad eso te dijo?! —exclamó, incrédulo, Quique.

Toto asintió con una sonrisa.

Continuará…

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