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Andrea, la camarera

Andrea, la camarera
Andrea, la camarera
Fue durante la primavera, lo recuerdo como el primer día. Conocí a Andrea una tarde mientras esperaba a mi novio en el complejo de cines de Kinépolis. Fue algo mágico y maravilloso. Las hojas de los árboles copaban el exterior del centro, convertidas una miríada de tonos verdes; miles de brotes asomando tímidamente en todas las ramas de cada árbol. Estaba esperando a mi novio en la cafetería Ginos y, como de costumbre, llegaba tarde. La camarera que me había servido un café me preguntó en una de sus pasadas cerca de mi mesa si necesitaba algo más. La miré sonriendo y le dije que de momento no. Después de mirarla por tercera vez, me di cuenta de que tenía los hoyuelos más bellos que jamás había visto: dos sombras gemelas que jugaban al escondite en sus mejillas. Era delgada, pero no flaca, de unos veinte y pocos años; más joven que yo, sin duda. Comencé a mirarla a hurtadillas, mientras se movía con cierta gracia y donaire entre mesas, sillas y clientes. Me sorprendió un familiar hormigueo en la base de mi vientre y un calor tenue empezó a expandirse lentamente a través de mi ingle. Apreté mis piernas, una contra otra, y sentí expandirse el placer hacia arriba.
¿Qué me estaba ocurriendo? ¿Era realmente yo la que me estaba calentando a la vista de unas piernas enfundadas en unas tupidas medias negras, que asomaban por debajo de una corta falda? ¿O era la forma en que sus pechos se moldeaban dentro de esa camiseta ajustada con el anagrama de la empresa? ¿Yo? ¡Qué tontería…! De ninguna manera, ¡no podía ser! Sin embargo, no podía apartar los ojos de ella y cuando nuestras miradas se cruzaron, me mostró una abierta y clara sonrisa de complicidad… Me mordí ligeramente los labios y sentí a Roberto deslizarse a mi lado en el asiento. Había llegado sin que yo lo notara. Cuando nos saludamos me di cuenta de que mi corazón latía aceleradamente, como un pájaro cautivo, entre el pánico y la excitación. No quiso tomar nada más y nos levantamos, muy a mi pesar, para dirigirnos a una de las salas del cine. Ella, al vernos marchar, se acercó a recoger la mesa. Mirándome directamente a los ojos, sin que Roberto lo advirtiera, me dijo con un sugerente y musical susurro:
– Por favor, ven de nuevo …
Asentí con la cabeza, confundida, excitada.
Esa noche Roberto y yo fuimos al cine. Vimos El hobbit: la desolación de Smaug. La acababan de estrenar, lo recuerdo perfectamente. También recuerdo que, durante la proyección de la película, no podía dejar de pensar en la camarera. Más tarde, de vuelta ya en casa, Roberto como era habitual todos los sábados, me hizo el amor; una especie de ritual de sexo de fin de semana. Mis gemidos se hicieron más notables que otras veces. Gemí y gemí como nunca lo había hecho. Tuve un maravilloso orgasmo, muy satisfactorio. Él debió pensar que era debido a su pericia; jeje, ignoraba que había estado todo el tiempo fantaseando con la camarera. Al acabar, cuando estaba sin aliento, me comentó que nunca me había sentido tan excitada y caliente. Sonreí para mis adentros, en la oscuridad. Y nunca sabrás por qué, mi niño, pensé.
Agonicé de deseo durante los tres días posteriores. No podía dejar de pensar en ella. Al final, me armé de valor y volví a Ginos la tarde del martes. Quedé decepcionada cuando comprobé que ella no trabajaba ese día. Mi gozo en un pozo. Me sentí muy mal, di un pequeño sorbo a mi café y salí de allí sin estar segura de qué hacer. Al principio me pareció que el destino me había llevado hasta ese lugar para burlarse luego de mí. Analicé mi estado de excitación pensando en ella los últimos días, y me sentí confundida porque ni siquiera sabía su nombre.
No me rendí; no suelo tirar la toalla fácilmente. Decidí volver al día siguiente y nada, no apareció; volví el jueves y tampoco. No pensaba dejar de hacerlo hasta encontrarla de nuevo. El viernes, apareció. Me dio un vuelco el corazón cuando coincidí con ella. No sé si ella fue consciente, pero su rostro se iluminó cuando me vio entrar. Fue el mejor cumplido que pudo darme en ese momento, algo que nadie me había dado hasta entonces. Por primera vez me sentí apreciada. Lo percibí como un gesto muy especial. Más aun sabiendo que ella ni siquiera me conocía. Esa sonrisa, ese encuentro, fue un momento maravilloso; un punto decisivo que cambiaría el rumbo de mi vida. Su voz musical, atractiva, íntima, casi como un susurro, me volvió a transportar por los aires.
– Hola, ¿mesa para dos? – me preguntó.
– No, hoy vengo sola…
Me habló de forma tan personal que me sentí el centro del universo. Me sentó en un rincón apartado del local y me preguntó qué deseaba. Le pedí un té con limón.
– ¿Quieres algo de comer?
– No, no quiero que se me quite el hambre -dije pensando en ella- antes de comerme el menú especial de la casa… -me atreví a decir.
Sonrió y marchó a atender a otras mesas.
Al cabo de un rato vino a recoger mi carta y, haciendo que me tomaba nota de mi comanda, aprovechó para hablarme un poco de ella.
Me dijo que se llamaba Andrea. Yo no dejaba de mirar sus preciosos ojos azules y sus dos sugerentes hoyuelos mientras la oía. Estaba estudiando cuarto de derecho en la UCM, y solo trabajaba algunas horas los fines de semana para sacar dinero y poder subsistir. Me apuntó su número de móvil en la hoja de la comanda y quedamos en que la llamara al día siguiente, para concretar una cita.
Cuando acabó, pagué la cuenta y salí. Al fin y al cabo, allí solo podía observarla y ella estaba trabajando, debía dedicarse a atender al público cada vez más numeroso que llenaba el local. De camino a casa, la congoja se apoderó de mí. Quería que fuera ya el día siguiente. No sabía si podría resistir tanto tiempo sin volverla a ver. Después de estar viendo un rato la tele, mi cabeza daba vueltas sobre lo mismo, sin saber muy bien qué hacer. Decidí que no iba a aguantar hasta el día siguiente, sabía que salía de trabajar a eso de la una de la noche, asi que la llamé a eso de las doce y media. Estaban recogiendo las mesas y limpiando el local. Mis ganas de verla, de estar con ella, de poder abrazarla dominaron mi voluntad. Al marcar su número, mi corazón se aceleró a doscientos por hora, casi era incapaz de mover mis dedos sobre el teclado.
– Hola- respondió ella- ¿Quién eres?
Era el saludo más dulce del mundo. Charlamos un minuto escaso, lo justo para concretar la cita. Me ofrecí a recogerla a la salida del trabajo y acordamos en ir a mi casa a pasar la velada. La esperaría en el aparcamiento delantero de la salida principal de los cines. Le pregunté si tenía alguna preferencia por la bebida y me pidió que la buscara un par de cervezas Coronitas.
Cuando salió iba acompañada de otra chica, alta y escultural, de ojos brillantes. Anduvieron juntas hasta mi coche, yo esperaba fuera de él, apoyada sobre el capó. La amiga me miró con cierto desdén cuando Andrea inició una pequeña carrera hacia mí diciéndole adiós con la mano. Un simple adiós.
– ¿Es tu amiga? – pregunté.
– Uuum, amiga, sí…, amiga o algo más quizás… ¿No te gusta?
Me besó la mejilla. Pude notar su perfume, su calidez. Dejé que ambas sensaciones penetraran en mi piel; las dejé reposar en mi psique: la luz del beso, el revoloteo de una mariposa. Subió al coche y me preguntó si podía poner un CD. No hizo falta que le dijera que sí: metió la mano en su bolso y sacó un disco de Adele. He de comentar que la voz de esta mujer me vuelve loca. Comenzó a sonar la canción “Someone like you” (Alguien como tú…) Cuando llegó al estribillo, se adaptó a ella y comenzó a cantar: “Never mind, I’il find someone like you, I wish nothing but the best for you…” Cantaba, mientras me miraba y sonreía. Yo también me sentí también quería encontrar a alguien como ella…, alegre, libre, vital.
– ¿Tienes hambre? – le pregunté, sin saber cómo continuar la cita, cómo llegar desde el coche a la siguiente etapa, fuera lo que fuese.
– No, pero no me importaría un buen un mordisco- rio.
Y mi corazón se aceleró. Su risa, no cabía duda, era la llave para vencer mi miedo. La mejor llave para abrir la cerradura.
Me había organizado para hacer creer a Roberto que me iba a pasar el fin de semana con mi madre; él decidió irse con los amigos de camping a la montaña, así que no me m*****aría durante dos noches seguidas. Mi casa, herencia de mis padres y mi hogar durante toda mi vida, me daba mucha seguridad. Ahora con esta invitada tan especial, la hermosa y atractiva Andrea, se convertía en mi cálido nido.
Estaba nerviosa. Tenía mucho miedo por lo que deseaba y por no tener la seguridad en poder hacerlo; y aún más, en hacerlo bien. Le enseñe la casa con el fin de relajarme y conducir la situación con naturalidad. Mientras le mostraba la cocina, el salón… una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro, mostrándome sus encantadores hoyuelos. Ella tomó mi mano entre las suyas y me dijo con tranquilidad
– Gracias por invitarme a tu casa. ¿Nos tomamos una cerveza?
Las dos nos reímos, aliviando la tensión.
– Ahora pongo yo la música -dije.
Jugué una de mis cartas secretas: un disco con las 50 Baladas Inolvidables; una música de los años 60 y 70, con temas románticos, sinfónicos, de soul… cantados por diversos cantantes y grupos musicales. Estaba nerviosa e intrigada, no sabía cómo podía responder a esta música. A lo peor me consideraba una carca pues, a buen seguro, no los habría oído antes, no los conocía. Nos sentamos en el sofá y mientras nos bebíamos las Coronitas que había comprado, nos pusimos cómodas descalzándonos. Nos intercambiamos pequeñas historias de nuestra vida actual y nuestras expectativas de futuro. En uno de esos momentos de silencio, me espetó a bocajarro:
– Entonces, ¿desde cuando eres lesbiana?
Esperé antes de contestar, pensando en su pregunta. Ella me miraba fijamente a los ojos
– No mucho – contesté al fin – Sólo desde que te conocí.
Ella se rió alegremente.
– ¿En serio? ¿Soy la primera?
Asentí con la cabeza, avergonzada por esta confesión tan directa. De repente me di cuenta de mi aseveración. ¿Eso quería decir que yo era homosexual? ¿Yo…?
– Tengo una idea: vamos a tomar un baño; un baño lento con algo más fuerte de beber y unas velas, mientras seguimos oyendo en remojo esas preciosas baladas que has puesto… ¿qué te parece.?
Volví a asentir con la cabeza. Un baño me parecía una forma espléndida de ir un poco más adelante en la relación. Desde la ropa a la piel, desde las sonrisas a las caricias…
Fui a la nevera y saqué una botella de vino blanco que tenía olvidada, como en un fondo de armario. Este era, sin duda, el mejor momento para beberla. ¿Qué mejor momento que ahora?, pensé. La abrí la puse en una cubitera con hielos, cogí dos copas, una bandeja y lo llevé todo al baño.
Mientras la bañera se llenaba, busqué unas velas. Encontré unas dentro de un cajón de la cocina. Eran unas velas rojas, ya usadas, pero no tenía otras. Las había utilizado en adornar la mesa en la navidad y se veía ligeros goterones de cera alrededor de ellas… No me importó, harían su función igual que si hubieran estado inmaculadas. Vertí unas sales de baño para hacer algo de espuma en la bañera; otro regalo de Navidad que no había utilizado nunca, ni conmigo, ni con otra persona.
Cuando removía el agua con la mano, le pregunté si la quería caliente o tibia.
– Íntima – dijo ella – Abrazada a ti, sintiendo tu piel contra mi piel.
Se desnudó lentamente, deteniéndose para tomar el primer sorbo de vino. Brindamos haciendo chocar nuestras copas. Yo también tomé un primer sorbo, sentada en el baño, mientras la observaba. He visto a muchas mujeres desnudarse antes, pero ninguna se había desnudado para mí. Ella no lo hizo de forma erótica, tratando de seducirme, ni imitando a una stripper. Se quitó la ropa lentamente, mirándome a los ojos, sosteniendo mi mirada, acariciándome casi con ella. Era hermosa. Extremadamente hermosa bajo esa luz suave y cimbreante de las velas. Todas las sombras, matices y movimientos eran gráciles. Desde el salón se podían oír los acordes de la película Bilitis de Francis Lai. No podía haber empezado a sonar ese tema en mejor momento; como si estuviera dedicado única y exclusivamente para nosotras, para Andrea y para mí.
Me puse de pie para desnudarme y ella vino hacia mí, desnuda, preciosa, como una delicada flor mecida por el viento. Puso sus brazos alrededor de mi cuerpo y nos besamos. No sabía qué esperar, así que confieso que estuve algo pasiva en el beso, como cuando un hombre te besa por primera vez. Todo en ella era suave; sus labios eran gruesos, carnosos, delicados… pero, sobre todo, suaves, muy suaves. También sentí su lengua deslizarse lentamente por mis labios: húmeda, esponjosa y dulce. Busco un resquicio y la metió en mi boca, dentro de mí. No había ninguna prisa en el beso, ninguna urgencia en buscar respuestas. Así debe saborearse el amor, pensé, despacio, con ternura, buscando con deleite cada rincón. Me derretí entre sus brazos, sentí lágrimas en los ojos. Comencé a llorar de emoción y de felicidad. La abracé con delicadeza, agradecida por este precioso y sublime beso. Nos quedamos quietas durante unos maravillosos segundos, abrazadas la una a la otra. Ella me susurraba palabras cariñosas en mi oído, acariciando mi pelo, y yo seguía temblando y sollozando.
Fue muy extraño. Fue uno de los momentos más preciosos que recuerdo con ella; me hizo sentir como la primera vez que tuve a mi bebé entre mis brazos, mi arrugada y frágil Marta, agotada por el esfuerzo de nacer. En aquel entonces me sentí en la gloria, como nunca; ahora volvía a tener la misma sensación. ¡Era increíble!
Me quedé inmóvil un rato más, parada como una estatua, sin saber qué hacer. Fue ella la que me desnudó. Yo lo único que podía hacer era tocar su cara, decir gracias, gracias, gracias. Tenía lágrimas en los ojos; aún no sé por qué. Nos hundimos en el agua y volvimos a llenar nuestras copas para brindar con las piernas entrelazadas, dentro de la bañera y rodeadas de espuma. No hablamos, nos dejamos llevar por el incipiente deseo de nuestros cuerpos. Desde el salón llegaba tenuemente los sonidos de Feelings de Morris Albert.
Sentadas frente a frente, con el agua cálida envolviendo nuestros cuerpos y con nuestras piernas rozándose, intercambiamos nuestros más íntimos secretos. Ella me habló de su primera vez, de cómo descubrió que era lesbiana. Fue cuando tenía doce años. Ella y su mejor amiga se dedicaron a practicar el beso francés, la una con la otra; pensaban que así, cuando un niño les diera el primer beso, ellas estarían listas. Había disfrutado tanto al besar a su amiga que continuó practicando. Tanto que, cuando recibió el primer beso de un chico no sintió nada hacia él. Eso motivó que dejara de buscar los besos de ellos, para centrarse en buscar los de ellas. Andrea no había cambiado de idea ni de gustos desde entonces. Rió como una niña cuando me contó esta historia, tan inocente, pero que hizo cambiar radicalmente su vida. Cierto es que, había tenido relaciones sexuales una vez con un chico, en una de esas fiestas universitarias en la que se bebe demasiado. Estaba medio bebida y accedió a acostarse con el chico que la perseguía constantemente. Más que nada, lo hizo por satisfacer su curiosidad con el sexo heterosexual. Su recuerdo era que había sido horrible, sucio, áspero, rápido, como si hubiera urgencia en acabar. Él le hizo daño, no porque la tuviera muy grande, sino porque estaba seca y poco dilatada, sin ningún tipo de estímulo ni de deseo.
Yo le conté sobre mi matrimonio con mi primer novio, sin experiencia alguna de la vida ni del sexo, motivado por un embarazo no deseado. Le hablé de la alegría al ver nacer a mi pequeña hija Marta, y de…su repentina muerte – muerte súbita, dijeron- cuando aún era un bebé. Un mazazo que me hundió en la depresión e hizo que mi matrimonio se fuera al garete. No pude evitar sentirme triste al recordarlo. Ella me abrazó y me besó con cariño, diciéndome cuanto lo sentía. Pero de eso ya habían pasado casi diez años. Ahora lo tengo superado, creo, le dije. Luego le hablé de mi actual ligue, pero haciéndola ver que no era alguien que me motivara excesivamente. No sabía si era una buena compañía o una piedra en el zapato…
Rio con el comentario y me volvió a abrazar con ternura. Me sentía en la gloria con cada achuchón que me daba.
Durante todo este tiempo, a medida que me contaba estos hechos, nos bebimos, sorbito a sorbito, la botella de vino. El alcohol y la calidez del agua comenzaban a hacer su efecto.
Desde fuera nos seguían llegando los acordes de una nueva canción: Noches de blanco satén de los Mody Blues. Nuestras piernas comenzaron a deslizarse la una contra la otra; sentí como mi piel se iba erizando con el contacto. Se inclinó hacia mí y me pidió un beso. La postura no era muy cómoda para hacerlo; pero el vino, la música, la vista de su pezón emergiendo como una isla entre la espuma eran un buen argumento para poder contorsionarme y hacerlo. Comenzaba a excitarme enormemente.
Nos besamos suavemente. Probé de nuevo su boca, ese vino ya catado, caliente como una tarde de verano. A medida que nuestros besos se hicieron más ardientes, empezamos a acariciar los pechos de la otra. Los suyos eran perfectos, lo justo para abarcarlos con mis manos, con unos incipientes y duros pezones. Agachó un poco su cabeza y vi su lengua salir disparada hacia el círculo mi pezón. Lamió mi areola, burlándose de mi pezón, olvidándose de él, que se moría de ganas de ser engullido. Nos pusimos de pie y sentí que su mano se deslizaba con delicadeza por encima de mi vientre, enterrándose entre mis piernas cubiertas de espuma. Su dedo rodeó mi clítoris ya muy hinchado y fue directo a mi sexo. Sentí que mis piernas flaqueaban con su contacto -ambas estábamos de pie en el baño-, noté como mi ser se derretía en su interior.
– Espera – dijo – antes de que continuar, ¿por qué no te afeitas?
Lo preguntó con un susurro y debo admitir que me sorprendió un poco. Yo me había recortado el vello por la mañana; asegurándome de que mis bragas hicieran que mi monte de Venus estuviera presentable y deseable. Asentí con la cabeza y me sentó en la parte trasera de la bañera. Separó mis piernas y se arrodilló en el agua.
Después de cubrirme de espuma toda la zona, recreándose en embadurnarme, tomó una maquinilla de afeitar y me fue afeitando dejando desnudo mi pubis y los contornos de mi sexo. Me vi como una muñeca, calva y lisa. Enjuagó la crema de afeitar sobrante de mi coño y mi montículo se manifestó orgulloso, brillante, con una nueva perspectiva. Mi clítoris sobresalía de los labios de mi sexo, sacando su cabeza por encima de los pliegues, ya muy calientes y húmedos.
– Oh Ángela, eres preciosa – suspiró suavemente mientras bajaba la cabeza para contemplar su obra.
Sentí pasar su lengua por la suave piel de mi montículo, sin pudor y sin prisas. Lo hizo delicadamente sobre mi clítoris, alrededor de él, dando vueltas como un depredador que va de caza. Humedeció mis labios exteriores. Esto hizo aumentar mi deseo casi hasta dolerme. Luego se sumergió en los interiores, haciendo un socavón en mi concha bien abierta. Me beso y lamió los labios con profusión, buscando en mí interior el licor que emanaba de mi sexo. Ella me devoraba poco a poco, lentamente, como quien se come un helado y lo saborea en cada lamida. Yo la sujetaba la cabeza y me mecía suavemente para lograr que su lengua entrara más dentro de mí, gimiendo y gozando. Le removía el pelo alentada por la necesidad y la urgencia por sentir sus caricias, por llegar al orgasmo, pero ella no parecía tener ninguna prisa para conducirme hasta él. Me habían lamido el coño muchas veces, y lo había disfrutado, pero nada comparado con este éxtasis demoledor de la lengua de Andrea. Desde fuera, aunque apenas eran perceptibles, embotados como estaban mis sentidos, sonaban los compases de la canción Killing Me Softly with His Song de Roberta Flack.
Suavemente me mataba con sus caricias mi querida Andrea.
Sabía lo que hacía. Sabía perfectamente cómo manejar los tiempos, haciendo que deseara con urgencia llegar al clímax, pero sin que pudiera alcanzar el punto de no retorno. Yo podía sentir mi orgasmo en algún lugar muy dentro de mí, pero Andrea lo detectaba también. Deslizó un dedo en mí, tomó mi clítoris en su boca y lo sujetó entre sus labios, la punta de su lengua bailaba en la punta de mi clítoris. Luego comenzó a succionarlo con fuerza, como si quisiera arrancármelo…y ya no aguanté más: me vino una explosión de placer acompañada de un torrente de lava hirviendo. Notaba las contracciones de mi sexo contra su dedo y cómo mis flujos salían al exterior a pesar de la barrera que seguía deslizándose adentro y afuera de mi sexo. Casi me caigo del borde de la bañera; una de mis piernas cayó a plomo y salpicó como un surtidor el rostro de Andrea.
– ¡Guau….! -murmuré – ha sido increíble – dije agotada por el esfuerzo.
Me beso y acarició mientras recuperaba el aliento.
– Ahora me toca a mí – exigí, ya recuperada, pero igual de excitada que hacía unos minutos.
– Vale, pero déjame que te enseñe cómo me gusta. Ponte de pie.
Las dos nos quedamos de pie y ella se abrazó a mí.
– Méteme un dedo mientras nos besamos – me pidió
La obedecí. Al tocar por primera vez su sexo pude sentir la forma carnosa de sus labios mayores y luego la suavidad de su gran cantidad de pliegues. Nos besábamos con ahínco, con pasión y casi con urgencia. Su boca era cálida, húmeda, dulce. Manoseé su clítoris hinchado, frotándolo entre los dedos. Ella gimió suavemente y abrió las piernas de manera más amplia. Deslicé un dedo en el interior de su coño. Me sorprendió que fuera tan pequeño. Mi dedo quedaba apretado en la estrecha abertura de su vagina. Entonces recordé que solo había tenido una polla en su interior y más bien pequeña. Sin embargo, su vagina estaba resbaladiza y bien lubricada. Me alegré de llevar las uñas cortas y bien limadas. Mi dedo podía entrar y salir con ritmo, sin esfuerzo y, lo más importante, sin hacerla daño. Al tiempo, mi pulgar giraba sin cesar sobre su clítoris, hermoso, grande, duro.
– Sí, cielo, así…Sigue así…- murmuró en mi boca, de forma íntima y erótica.
Comenzó a balancearse sobre mi mano, consiguiendo que mi dedo entrara más dentro y más rápido, más dentro y más rápido.
– Mételo más dentro, más profundo – me pidió
Y lo hice, forzando mi dedo corazón hasta el fondo de la parte superior de su coño.
Ella me ayudó, meciéndose violentamente, golpeando con vigor sus caderas contra mi mano. Tras una dura batalla de movimientos y gemidos, sentí los espasmos de su coño en mi dedo. Deliciosas contracciones que me lo apretaban como un guante pequeño de terciopelo. Mi mano se inundó con sus flujos, cálidos y pegajosos, mientras me abrazaba con fuerza y me besaba con toda la pasión del mundo. Pude absorber su orgasmo con sus gemidos. Instantes después, dejó de temblar y ambas nos escurrimos de nuevo dentro del agua tibia.
Nos quedamos en el baño un rato más, relajándonos, bebiendo y escuchando a la música que nos llegaba desde el salón, Me and Mrs. Jones de Barry White, satisfechas ambas. La música era tan adecuada al momento, tan romántica. Me sentí muy feliz. Estaba encantada de mi primera experiencia lésbica. Nunca hubiera imaginado que mi primer paso hacia algo que me era tabú hubiera sido tan sencillo, tan natural, tan sublime. Había cambiado de registro sexual de golpe como si lo hubiera estado haciendo toda mi vida.
– ¿Qué hizo que te fijaras en mí en Ginos? -pregunté, con cierta curiosidad por saber qué había visto en mi comportamiento diferente al del resto de la gente – ¿Qué te hizo pensar que estaba interesada en ti? Yo nunca había mirado a otra mujer…
Sonrió.
– Eres muy atractiva y tienes un buen cuerpo. Me di cuenta cómo mirabas mis piernas, mis tetas, mi culo… Es la forma en que un hombre mira a una mujer. Ni te imaginas la cantidad de hombres que me miran así…
– ¿Si…?
– Me estabas devorando con la mirada, como todos ellos. Y había algo en tus ojos, algo me dijo que eras un espíritu afín. No me malinterpretes, pero desprendías un halo especial, parecido al de otras mujeres homosexuales que conozco…
– ¿Tanto se me notó? – pregunté algo desconcertada
– No, pero hubo una especie de flechazo, un clic, que me atravesó el corazón. Es raro, pero nunca me había pasado. Aunque no las tenía todas conmigo, por eso te dije que volvieras otro día. Sería la prueba palpable de que algo querías de mi… Y ahora estoy muy feliz de haberte conocido y haber hecho el amor contigo.
Me encantó su sinceridad. Era muy clara y directa en lo que quería, otro de sus atractivos.
– ¿Quieres que vayamos a comer algo por mi barrio y luego te enseño mi casa?
Yo me hubiera quedado toda la noche en la mía, haciendo el amor con ella, pero no quise desilusionarla. Si quería enseñarme dónde vivía sería por algo, supuse…
– Yo no tengo mucha hambre, pero puedo tomar una copa mientras comes… Y me encantará conocer tu casa.
Nos duchamos juntas. Fue una ducha rápida acariciando nuestros cuerpos. No imagináis como me costó salir del agua caliente, de la suavidad de su piel enjabonada. Al final ella me besó ligeramente en los labios mientras nos aclarábamos y salió de la bañera. La observé mientras se secaba y sufrí cuando fue cubriendo su desnudez con la ropa. Yo quería tenerla desnuda a mis ojos, disfrutar con la visión de ese precioso cuerpo para siempre…
– Vamos a los Bajos de Argüelles, ¿lo conoces? Es una zona de copas con mucho ambiente universitario.
– Vale, hace tiempo que no voy por allí –le dije, aunque quizás, para ser sincera, lo que pensé es “iré dónde tú quieras llevarme…”
Luego, una vez en el coche, me encantó la idea de visitar esa zona; era una zona de buen ambiente y me parecía de lo más cool. Iba agarrando una de mis manos mientras conducía, y cambiábamos de velocidad ambas. No podía dejar de sentir su piel cálida y suave. Me habló de sus objetivos, de sus ilusiones para el futuro, de hacer su Master de Postgrado universitario sobre Derecho Internacional, para poderse ir a trabajar fuera de España, a algún organismo internacional.
– ¿Y lo vas a hacer en la UCM? – pregunté, temiendo una respuesta no deseada…
Sabía por qué le estaba haciendo esta pregunta y respondió con dulzura.
– No sé Angie – me llamó así, de forma cariñosa– No lo tengo muy claro aún, pero seguramente me iré de Madrid. Estoy esperando la contestación de la Universidad Internacional en Westminster, en Inglaterra; o si no, volvería a mi tierra. Hice un trato con mis padres para que me dejaran venir a estudiar aquí; quería salir de Granada tras una larga y triste historia de amor que me hundió en la depresión, y les prometí que después de acabar el Grado volvería con ellos o iría donde me dijeran…
Me apretó los dedos. Era señal de que estaba pensando lo mismo que yo. ¿Por qué no la habría encontrado antes? ¿Por qué, ahora, a punto de acabar el curso irrumpía en mi vida de forma tan brutal para esfumarse y desaparecer casi a continuación?
La vida, pensé, así es la vida. Yo sabía que no nos conocíamos lo suficiente entre nosotras como para hacer planes de futuro y que tampoco íbamos a tener tiempo para hacerlo.
No me costó aparcar. Alguien iba a salir de su aparcamiento en la calle Gaztambide cuando yo pasaba a su lado. Milagros de la vida.
Andrea tomó mi mano al salir del coche y la sostuvo. Me sentí segura. ¿Me gustaba esto? ¿En público? Me sorprendió un poco; yo no me hubiera atrevido, pero no se la solté. Unas pocas personas la saludaron cuando entramos en un garito llamado Gatuperio. Allí pude ver a algunos de sus amigos. Pedimos dos cervezas y un bocata de jamón para ella, mientras el camarero nos miraba con cierta displicencia. Ella puso su brazo alrededor de mí. Pensé en quitármelo de encima, pero luego me dije, “qué diablos, nadie me conoce aquí”, así que lo dejé donde ella lo había puesto. Me atrajo hacia sí, se inclinó y me susurró a la oreja:
– Angie, por favor, dame un beso.
Me quedé perpleja y me separé algo de ella. Luego, en menos de un segundo, como si hubiera puesto el piloto automático a mi voluntad, sin pensarlo, me incliné hacia delante, la tomé la cara entre mis manos, con un el pulgar en cada uno de sus hoyuelos y la besé. Me sorprendió la pasión con que ella devolvió mi beso. Se hizo el silencio entre los que nos rodeaban. Confundida por la situación y la sensación maravillosa de sus labios, oí algunas exclamaciones: “Ya sabía yo que eran lesbis”, “Guau, mira a esas bolleras” o “Ya me gustaría que alguien me pudiera besar así” (ésta fue una voz femenina).”
Lo más sorprendente fue que, a continuación, todos los presentes, incluso los que no se habían dado ni cuenta del beso, comenzaron a aplaudir.
Miramos a nuestro alrededor, tratando de no perder el control, pero mi corazón estaba ya muy acelerado, me la hubiera comido a besos allí mismo. Nos interrumpió el joven de la barra que nos traía nuestras bebidas y el bocata, pero nos dijo:
– ¡Bravo, preciosas! Eso es la libertad que buscamos…
Y no sé por qué, pero me sentí libre y dichosa. Libre para dejarme llevar por mis deseos, libre para gritar a los cuatro vientos mis sentimientos, libre para no tener que esconder mi relación con mi nueva amiga, libre para mostrar al mundo, sin tapujos y sin falsas hipocresías, que yo quería a otra mujer, libre para hacer de mi vida lo que yo quisiera…
Nos tomamos las cervezas y Andrea se comió el bocadillo. Pagamos y salimos juntas, agarradas de la mano. Paseamos por los bajos de la zona con cierta insolencia y desenfado. Yo iba feliz, radiante. Y lo curioso es que nadie se inmutaba al vernos así. Noté que la sociedad había cambiado -al menos los jóvenes que nos rodeaban-, que era más tolerante con las diferencias. No recordaba en mi etapa estudiantil esa tolerancia y apenas habían pasado doce años desde entonces. En verdad, cada uno buscaba su propia historia de amor en esa noche primaveral. Paseamos sin hablar, mirando a la gente. Yo iba leyendo los nombres de los locales: Sin Perdón, Tuareg, Akelarre, El Búho, El Viejo Troll, Moe’s, La Pequeña Bety, El Tanatorio, Spectro, Disco Rock…
Andrea rompió el silencio, se volvió hacia mí y dijo: “Gracias hacer esto real, por hacerme sentir real”. Todavía no entiendo plenamente que quiso decir, pero yo la quería por esa sonrisa amplia, abierta en su cara. La cogí de la cintura y la abracé hacia mí. Me costaba mantener las manos quietas y mis labios buscaron su rostro. Le di un beso fuerte en la mejilla y ella comenzó a reír a carcajadas.
– ¿Quieres que te enseñe dónde vivo?
– Por supuesto…
Salimos de la zona de copas y caminamos unos quince minutos por varias manzanas de casas. Llegamos a la calle Donoso Cortés…
– ¿Vives en esta calle?
– ¿Sí, por…?
– ¿Sabes a quién se debe su nombre?
– Ni idea.
– Pues te lo voy a contar… La historia cuenta que el rey Carlos III, amigo de las cacerías por los Montes del Pardo, se topó en una de ellas no con un ciervo, ni con un gamo, sino con un enorme oso. El rey no se amedrentó, se echó la escopeta al hombro y se disponía a disparar cuando el oso se volvió, se le quedó mirando y sin mediar palabra, al reconocerle, le hizo una reverencia, como buen súbdito. El rey no fue capaz de disparar, ni de matar a tan educado y cortés oso y le dejó marchar. Entusiasmado con tal galantería y para que todo el pueblo conociera este hecho, encargó que le pusieran el nombre a una calle, como recuerdo y conmemoración. Y aquí la tienes: Don Oso Cortés…
– ¡Qué boba! Me estás vacilando…
– ¡Ah! ¿no te lo crees?
– Pues no
– Pues haces bien, me lo acabo de inventar… Jajaja
Arranqué una sonora carcajada en el silencio de la noche. Su risa franca y abierta hizo que me abalanzara a ella y la comenzara a besar con ansia y deseo. Quería devorar su juventud y su alegría, todo al mismo tiempo.
Subimos en dos minutos al piso. Era un piso compartido, pero sus dos compañeras se habían ido de fin de semana a las casas de sus padres; una a Toledo y la otra a un pueblecito de Cuenca. Estábamos solas. No me interesé en absoluto por las características del piso ni de sus vistas. Tan solo le arrebaté la ropa con urgencia y me quité la mía en un santiamén. Seguí besándola con avidez, recordé el hecho de mi “yo” redescubierto a estas nuevas formas de placer exquisito, chupé y lamí sus pechos, acaricié su monte de Venus y sus labios mayores con la palma de mi mano, frotando su sexo para excitarla y lograr que se quedara abandonada en mis manos…
Ella me estaba explorando también, apretó, agarró mi culo, y acarició mi coño con la misma intensidad que yo ponía en hacérselo a ella.
– Necesito comerte el coño urgentemente…- musité buscando su indulgencia – ¿me dejas que te lo haga…? Quiero beberte entera…- Pronuncié casi sin aliento, tratando de conseguir que mi boca golosa saboreara ese delicioso bollo hinchado.
– Sí, Angie, sí…Cómeme, hazme tuya… – acertó a decir con una voz gutural y la mirada dislocada por la lujuria.
Se echó hacia atrás en el sofá del salón, se acomodó, separó las piernas y levantó las rodillas, ofreciéndome el altar de su sexo para la consumación del sacrificio…
– Estoy ardiendo… Mira como me has puesto de excitada – siguió – Mira lo hinchado y mojado que está, listo para ti. Cómeme… Si por favor… Cómeme
Fue suficiente. Me tiré casi de cabeza a su abierto y sonrosado sexo y le eché una mirada lasciva, era precioso. Quise estudiarlo con detenimiento, aunque me moría de ganas de apoyar mis labios en él. De cerca se veía divino. Siempre había pensado que los coños eran feos, mal diseñados, comparados con la enorme belleza de un pene erecto, duro y latente. Pero a medida que lo observaba cambié de opinión. Era hermoso: estaba hinchado y sus dos labios externos parecían dos apetitosos bollitos de canela, en cuyo interior se escondían las láminas de hojaldre con nata; estaba coronado por una preciosa guinda que sobresalía y adornaba el dulce pastel. Su clítoris era un penacho de carne, como un dedo pequeño. Estaba muy húmedo, sus pliegues brillaban, su tacto era resbaladizo. Me encantó verle así, tan abierto, como una fruta madura. Caí sobre ella. Todos los pensamientos de ser suave y lenta se habían disipado. Recuerdo que pensé que iba a copiar su técnica, pero a medida que iba hacia ella desarrollé la mía propia.
¡Mi primera comida de coño!
¡Fue sublime…!
Lamí y chupé. Quería tener todo su sexo al completo dentro de mis labios, en mi boca. Me las arreglé para chupar y mamar todo lo que sentía cálido y dulce dentro de ella. Ella se dejaba hacer hasta que no pudo más. Abrumada por el placer, dio un sonoro quejido, agarró mi cabeza con sus manos y comenzó a mover sus caderas arriba y abajo, buscando frotar su sexo contra mi cara, mi boca, mis labios, mi nariz… Saqué la lengua, y la tensé tanto como pude, para poderla meter en la grieta ardiente entre sus ninfas. Al tiempo, trataba de morder su clítoris con mis labios.
– ¡Oh, Ángela, cariño, me vas a volver loca…! – balbuceó mientras la lamía.
Con una mano apreté uno de sus pechos, al rato fui en busca del otro. Un dedo de la mi otra mano fue en busca del interior de su vagina, mientras mis labios agarraban su hinchado botón succionándolo con ansia. Ella me sujetó con más fuerza, apretó mi cara con decisión a su entrepierna… un abundante flujo me baño la cara, resbalando hacia mi cuello. Metí mi dedo lo más profundo que pude, y seguí chupando su clítoris con cierta dificultad. No tardó mucho en correrse otra vez. Su cuerpo comenzó a tener rítmicas y descontroladas convulsiones mientras de su garganta brotaba una especie de gruñidos sofocados. Sus caderas comenzaron un baile frenético. Mi cara rebotaba contra su hueso púbico y contra su sexo abierto; su fuerza se hizo descomunal, parecía quererme meter dentro de su ser, a través de ese canal de lujuria que ardía y expelía lavas blanquecinas. Con los dedos entrelazados en mi pelo, gritaba, pronunciaba mi nombre, me pedía que no parara… y su coño palpitaba sin cesar, seguía teniendo espasmos… A medida que fue amainando el temporal, pude recuperar por fin el aliento. Creí que moriría asfixiada entre sus muslos. Respiré profundamente, el olor de su sexo me llegó hasta el cerebro, me excitó tremendamente; no pude evitar besar y chupar de nuevo su hinchado y sensible clítoris. Dos o tres lametones más que hicieron que ronroneara de nuevo y tuviera un par de espasmos más.
– Soy tuya, mi amor, soy tuya …
Me senté a su lado. Admiré sin tapujos su cuerpo relajado, abandonado y satisfecho. Sus tetas, con unos pezones duros e hinchados, subían y bajaban al ritmo de su respiración. Trataba de recuperar el aliento. Proveniente del salón podíamos escuchar los acordes de You Make Me Feel Like de Aretha Franklin, era la canción adecuada al momento:
“…Oh, bebé, ¿qué has hecho conmigo?
tú me haces sentir tan bien por dentro
y yo solo quiero estar cerca de ti,
tú me haces sentir tan viva,
porque tú me haces sentir, me haces sentir, me haces sentir como
una mujer natural…”
Llevé mi mano a mi coño. Goteaba como un grifo mal cerrado. Restregué mis flujos por mi sexo, por mis muslos y fui en busca de mi clítoris, necesitaba acariciarlo, necesitaba correrme yo también…
– No hagas eso, bruja mala, no hagas eso. Dame un segundo para recuperar el aliento y yo lo haré por ti…
Así que me quedé a su lado, pasando mis manos sobre sus pechos hinchados, por encima de su vientre suave y plano. Un rato después se apoyó en un codo y empezó a besarme y a acariciar mi cuerpo. Abrí bien las piernas, deseaba que llegara cuanto antes a mi centro de placer, cuya temperatura era ya muy elevada. Quería, necesitaba urgentemente que acariciara mi coño. Por suerte no se demoró, sabía de mi urgencia, no era necesario muchos preámbulos. Puso un dedo en el centro de mi coño, luego otro, metiéndolos en su interior sin ninguna dificultad. Los llevó a los más profundo de mi ser. Sin sacarlos, empezó a moverlos con un movimiento circular, frotando el punto exacto, un lugar del interior en la parte delantera de mi coño. El placer que me dio fue increíble. Contuve el aliento, esta caricia era desconocida para mí. Me mordí los labios presa de este placer sublime. Entonces ella beso mi boca y chupó mi lengua. Mis ojos se perdieron en mis órbitas, estaba en un éxtasis inducido. Con la combinación de ambas caricias me hizo sentir las delicias supremas del sexo, chupaba mi lengua y sus dedos martilleaban sin descanso mi interior, más rápido, más rápido. Pude sentir como se generaba y crecía mi orgasmo desde lo más hondo de mi ser, como nunca lo había sentido. Antes de que pudiera advertirle, mi vagina tuvo un espasmo orgásmico, tan fuerte que casi me dolió, y sus dedos quedaron aprisionados entre sus paredes, espachurrados por ella. Me faltaba el aire, no podía respirar cuando llegué a la cima del orgasmo. Mi cuerpo rebotaba contra el colchón de la cama y un intenso estallido de placer acompañado de una fuerte emisión de flujo sacudió todo mi ser. No podía pensar, no podía hablar, me rendí a la potencia de mi corrida, a las sacudidas de mi cuerpo y dejé que éste se torciera y rebotara sin control, disfrutando como una poseída del increíble y maravilloso orgasmo que me estaba haciendo disfrutar Andrea.
No recuerdo mucho después de eso. Flotaba en una nube, con mis sentidos embotados, sin ver, sin oír, sin otro sentido que el de mi piel disfrutando de las caricias de Andrea. Acabé extenuada, totalmente agotada. Creo que incluso perdí el conocimiento en algún momento. Al cabo de varios minutos comencé a ser consciente de dónde estaba. Me pregunté si ella había dado con mi punto G. Estaba claro que sí. De ahí y no de otro sitio me había venido esa madre de todos los orgasmos. Nunca hubiera pensado que pudieran ser tan intensos. ¡Dios, qué lujuria!
Caí tan rendida que me dormí casi sin darme cuenta. Me desperté a la mañana siguiente sin saber qué hora era, pero con la claridad de un nuevo día filtrándose por las cortinas de la habitación. ¿Y Andrea?, pensé… No la veía a mi lado, pero no tardé en sentirla. Dios bendiga su alma, estaba ocupada conmigo una vez más. Oh no, pensé, la locura de la noche anterior no puede extenderse a la sobriedad de un nuevo día. Yo estaba acostada sobre mi barriga, boca abajo, mis piernas estaban estiradas y algo separadas. Pude sentir que ella estaba en cuclillas entre ellas. Su lengua se desplazaba lentamente por el surco entre las nalgas, con ternura dejando besos de mariposa. ¡Oh, dios, no, en mi trasero, no…! ¡Oh Dios, no, mi culo!
Pero sí, ella estaba allí, lamiendo el surco entre mis nalgas, buscando mi agujero oculto. Su lengua se desplazaba arriba y abajo, rodeando y picoteando alrededor de mi ano. Mordía mis nalgas con suavidad, las masajeaba con sus manos, las abría y cerraba exponiendo mi agujero a su vista. Yo era consciente de lo que perseguía, pero no fui capaz de moverme a pesar de que jamás nadie me había tocado por ahí hasta ahora. Ella me siguió lamiendo toda la zona, su lengua picoteo en el nido, pude sentir su saliva inundando la entrada y cómo intentaba acceder a su interior, entrar en allí, franquear la entrada… Al tiempo deslizó un dedo en mi coño. Me moví como un resorte aupando mis nalgas, para facilitar su acción y la oí que me decía.
– Angie, querida, estabas tan voluptuosamente atractiva que no he podido resistirme, permíteme disfrutar de ti.
Podía sentir su cálido aliento en mi piel mientras hablaba y yo la obedecía. Yo no hablaba, subí algo más mis caderas, levantando mi culo y la dejé hacer.
Ella me lamió en esta postura con más facilidad. Se centró en chupar mi culo mientras sus dedos baqueteaban el interior de mi vagina. Mi coño, hinchado y abierto, comenzó a licuarse de nuevo, goteando si cesar. Sabía que mi orgasmo no tardaría en llegar. Ella, como una perfecta amante, intuitiva y atenta a mis reacciones, lo sintió también. Aumentó el ritmo de sus dedos y cuando notó que empezaba a correrme, sentí otro de sus dedos penetrándome suavemente mi trasero. Fue maravilloso, el tacto de sus dedos en mis agujeros hizo que sintiera algo que jamás había sentido. Mi sexo se contrajo deliciosamente y pude sentir cómo mi trasero apretaba su dedo con cada espasmo de mi orgasmo. Los espasmos y las contracciones siguieron durante unos segundos más. Fue deliciosa la nueva sensación sentirme penetrada por mis dos agujeros.
Cuando recuperé el aliento sabía que era mi turno, para hacerle lo mismo a ella. Si quieres triunfar en el amor y en el sexo, haz a tu pareja lo que te ha hecho a ti, nunca falla: es lo que le gusta. Pero no estaba segura de que pudiera hacer lo mismo que ella me había hecho. Pero agradecida por el placer recibido, decidí hacerlo. Era un placer infinito el que ella me había dado, se lo merecía. Me di la vuelta y me preparé.
– Gracias… – le dije – Gracias por que ha sido fantástico. ¿Quieres que te haga lo mismo a ti?
– No, Angie, cielo, ahora quiero que me mires, solo necesito que me mires. Voy a acariciarme y a masturbarme yo sola y quiero que veas cómo lo hago, ¿no te importa verdad? Es de lo más morboso, ya verás…
Su voz era suave, había comprendido mi reticencia a chuparle el culo y me maravilló la madurez en alguien tan joven. Asentí con la cabeza y me senté en la cabecera de la cama para verla.
Se sentó en la cama frente a mí, levantó las rodillas y separó las piernas. Con la luz brillante de la mañana, su coño parecía aún más grande. Estaba radiante, los pliegues entre sus grandes labios externos estaban húmedos. Su clítoris estaba hinchado fuera de su capuchón. Abrió los labios externos con sus dedos de manera que pude ver la coloración rosa claro del interior de su coño. Ella tomó su clítoris entre dos dedos, como si se tratara de un pequeño pene, y comenzó a masturbarlo mientras mantenía su concha muy abierta. Entrecerró los ojos y sin parar siguió acariciándose el clítoris.
– Oh Angie …, Ves lo que has hecho conmigo… Mira cómo has dejado mi sexo de enorme e hinchado – Susurró con un tono gutural, lleno de deseo y lujuria.
– ¿Puedo ayudarte, mi niña? ¿Puedo sostener tu coño abierto, mientras que logras correrte…?
Me sorprendió la forma en que sonaba mi voz, también melosa y suplicante. Ella asintió.
Me incliné hacia delante y tomé cada uno de los labios internos en mis manos y suavemente los separé. Eran suaves, cálidos y elásticos. Al separarlos, podía ver a su el interior de su vagina ya brillante por los jugos. A buen seguro, desde esta posición disfrutaría en primer plano de su corrida… Ella sumergió uno de sus dedos en el interior en busca de lubricante con el que acariciarse el clítoris; luego, con el dedo humedecido, comenzó a frotárselo con un movimiento circular. Yo me incliné hacia delante y pude ver que su clítoris parecía un pene en miniatura, especialmente con la capucha superpuesta por encima de él. Comenzó a acariciarse con más y más rapidez; a mí me costaba mantener los labios sujetos con los dedos y su vagina abierta.
– Mírame – dijo, con voz errática – Mírame a los ojos.
La miré. Me pareció la imagen más erótica que jamás había visto: las tetas temblando, con su areola y sus pezones queriendo escapar de ellas, los ojos vidriosos, la mirada perdida, la boca abierta, jadeando y su maldito dedo moviéndose con frenesí sobre el eréctil y duro clítoris. Paró por un instante sus fogosas caricias. Llevó su dedo a la entrada de su vagina, recogió con él un poco de sus jugos y lo llevó a su boca.
– Me encanta su sabor, hace que me corra de gusto… – gimió, mientras se deleitaba chupándose el dedo.
Se corrió a continuación, con grandes espasmos al tiempo que murmuraba “Ooohhh, Angie…, mi amor, que placer…” empujando sus caderas contra mis manos. Pude observar la salida de un licor blanquecino. Me encantó verlo salir de su interior y resbalar por sus labios. Me acerqué a su coño y lamí un poco de él. Lo saboreé como ella lo había hecho, era delicioso. Seguí lamiendo y lamiendo sin dejar escapar nada. Cuando me quise dar cuenta, le había dejado todo el coño limpio y brillante, de un rojo cereza y muy hinchado.
Se dejó caer sobre la cama, un temblor constante recorría todo su cuerpo. Jadeaba. Me acarició el pelo, murmurando palabras dulces y cariñosas. Nos quedamos tumbadas una junto a la otra unos minutos. El olor de nuestros sexos perfumaba el aire a nuestro alrededor mientras nos acariciábamos. El sopor nos invadió y nos quedamos dormidas. Nos levantamos tarde y nos preparamos un buen desayuno. Lo tomamos en la terraza de su apartamento dejándonos acariciar por los rayos de sol de esa iluminada primavera. Una mañana fresca y estimulante. Hablamos de la universidad, del trabajo, de los amigos… Era ya más del mediodía y tenía que ir a trabajar. Me ofrecí a llevarla, no quería dejarla tan pronto.
Cuando nos vestimos, ella buscó en su bolso y me dio un paquete envuelto.
– Toma cielo, para ti – Ábrelo cuando llegues a casa…
– Pero yo no tengo nada para ti… – me quejé
Ella sonrió.
– Oh, sí, me has hecho el mejor regalo que yo habría deseado; me has dado el fruto de tu cereza, de tu primer encuentro lésbico. Ese es el mejor regalo que jamás podría recibir.
La abracé, sintiendo el amor como nunca hasta entonces había sentido.
Mientras conducía la veía animado, feliz y boyante. Comentaba algo acerca de su final de carrera en la universidad y sobre los nuevos comienzos. Sentí una tristeza invadiendo todo mi ser, algo intuía, algo que logró apagar mi resplandor.
Nos despedimos brevemente. Me sorprendió. Fue dentro del coche. Un abrazo y un adiós. Al salir volvió a meter la cabeza y añadió:
– Cuídate mucho, mi amor, y sé feliz.
Me dio un beso rápido y se fue. La vi caminar desde dentro. Era una bailarina feliz y animada, una preciosa muñeca de 21 años que me había encandilado. Mi querida, dulce y sensible Andrea. Mi atractiva Andrea. Mi amor de una noche.
Llegó a una esquina, la dobló sin mirar atrás y desapareció para siempre. Abrí el paquete que me había regalado, era el único vínculo que me iba a quedar de ella. Era un de sus camisetas de trabajo con el anagrama de Ginos estampado en blanco a la altura de su corazón. La acaricié, la olí; llevaba su perfume.
Y así, sin más, todo acabó. Casi igual que había empezado. De repente.
Todavía hablamos de vez en cuando. Cada vez menos conforme pasa el tiempo. No hay distancia entre nosotros ahora mayor que la que existe entre Madrid y Granada. Me pregunto si tiene a alguien nuevo o si se ha vuelto a juntar con su ex. Podría haberla amado, lo sé, tanto como la quise ese preciosa e inolvidable noche.
En cuanto a mí, ¿soy gay? ¿lesbiana? Todavía no lo sé porque tengo la relación algo confusa con mi novio. Me gusta el sexo con él, sin embargo, no llega ni por asomo a las explosiones que tuve con Andrea. Todavía miro a los hombres, admiro y me atraen sus penes, me excitan; mentiría si dijera que no, pero he de confesar que de reojo o abiertamente, desde entonces, miro a las mujeres de manera diferente.
Creo que mi vida ha cambiado, deseo experimentar, vivir nuevas y estimulantes aventuras en todos los ámbitos de mi vida, no solo en el sexual. Quiero experimentar, sacar la aventurera que llevo dentro. No poner cortapisas a nada que no haya hecho antes.
En cuanto a Andrea, si la echo de menos, me pongo su camiseta y parece que la vuelvo a tener cerca, parece que la estoy abrazando. Huele a ella, a mi sexy y precioso amor de una sola noche.

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