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Siempre que necesites confesar tus pecados

Solo Male

Siempre que necesites confesar tus pecados
Yo soy el cura de una pequeña ciudad al norte de España. Llevo 23 años ejerciendo el sacerdocio con fe, comprensión y amor hacia mis feligreses. En mi pequeña parroquia, todo el mundo me conoce como Don Félix. Empecé en el seminario a los 18 años, y desde entonces he cumplido fielmente con mis votos eclesiásticos: Pobreza, obediencia y castidad. A mi edad, ya creía que el pecado de la carne no haría mella en mí, y sin embargo me equivocaba totalmente.

Como bien sabéis, la Iglesia no permite el matrimonio a los sacerdotes, ni ningún tipo de relación sexual con mujeres, ni muchísimo menos con hombres, lo cual es un pecado mortal. En cierta medida esto me servía como refugio y protección frente a las atentas y dispuestas feligresas, que normalmente me rodeaban en todos los actos litúrgicos. Máxime cuando éstas me contaban, bajo secreto de confesión, los pecados más nefastos que el ser humano pueda imaginar. Lo que ciertamente conseguía, la mayoría de las veces, alterarme profundamente mi ánimo, excitándome a veces, lo confieso, en demasía.

Para dar salida a tan abyectos pensamientos, solía salir a dar largos y prolongados paseos por el campo. Algo que siempre me funcionaba, pues sufro muchos pensamientos impíos. De esa manera, conseguía aplacar mis más oscuros deseos, y mantener así fielmente mis postulados.

Pero como todo hombre de fe que se precie, Dios me quiso poner a prueba, y fallé.

Como director espiritual, consejero y amigo, estoy relacionado con muchas familias creyentes. Así que la preciosa y soleada mañana de verano, en la que vino la señora de Castillo, acompañada de su hijo pequeño, un apuesto joven de 18 años, pensé que sería como otras veces, simplemente a requerirme algún consejo o a charlar tranquilamente. Nada más lejos de la realidad. En cuanto se acercaron, vi por la expresión de su rostro, que ella estaba muy alterada. Me pidió confesión para ambos, dado que estábamos solos en la iglesia, les llevé a un banco apartado y allí me dispuse a escuchar sus cuitas.

El largo relato que me contó, la buena mujer, no lo voy a reproducir, pero haré un pequeño resumen. Al parecer, entrando ella sorpresivamente en la habitación del chico, le había pillado masturbándose, a la vez que se introducía analmente un plug. Naturalmente, no me lo dijo con esas palabras exactamente, ya que tanto ella como yo desconocíamos como se llamaban esos endiablados artefactos, pero más tarde, el muchacho nos iluminaría con sus amplísimos conocimientos sobre el tema.

Después del shock inicial, y tras una gran discusión con el joven, la señora de Castillo, rebuscando por la habitación del chico, había encontrado dentro del cajón de la mesilla de noche, una caja de preservativos, un tubo de lubricante, y varios consoladores y bolas tailandesas. Asustada y temiéndose lo peor, rápidamente tomó a su hijo de la mano y salió corriendo a mi encuentro, para que la ayudara a corregir tan abominable pecado, según su piadosa mente le dio a entender.

Cuando terminó de contarme todo lo acaecido, le pedí encarecidamente que me dejara a solas con su hijo. Ella se marchó a su casa, no sin antes aconsejar al chaval que me hiciera caso en todo lo que yo le aconsejara, pues según su opinión, me consideraba un hombre sabio y bondadoso, cosa que le agradecí.

El chico era muy atractivo, y se podía ver que debido a su juventud, algo ingenuo también. Había salido de su casa, arrastrado por la histeria de su madre, a todo correr. Así que el muchacho vestía tan solo unas zapatillas deportivas sin calcetines, unas bermudas a cuadros, y una ligera camiseta verde de manga corta.

Por alguna extraña razón, yo me sentía perturbado al imaginarme, en mi cabeza, la escena que tan detalladamente me había descrito su madre. Y verle aquellas largas y lampiñas piernas, y el ancho torso con los pezones marcados en tan escueta tela, me enajenó mentalmente.

Mi primera intención al hablarle, fue convencerle de que los actos cometidos en su habitación eran abominaciones y que debía dejar inmediatamente de realizarlos, sin embargo, la infinita ingenuidad del joven me desarmó totalmente.

La simpleza de sus contestaciones y la falta de malicia me pusieron a una situación, que ni yo mismo me esperaba:

– Pero hijo mío, ¿cómo has llegado a cometer actos tan impuros?- Le dije yo.

– Padre, todo empezó hará un año. Estaba sentado viendo internet y me salió una página de esas con mujeres y hombres desnudos, y la mujer le estaba haciendo cosas…- Me contestó el chico con simpleza.

– ¿Cosas, qué tipo de cosas?- Le volví a interrogar

– Pues verá Padre, ella lamía su trasero con cara de vicio, mientras él le decía, así me gusta, que metas tu lengua, más adentro, y después ella le metía los dedos por el culo a él y el hombre del vídeo gemía y suspiraba, y a mí me ponía muy excitado y no podía dejar de mirarles y de tocarme, Padre- El muchacho me respondió a punto de echarse a llorar. – Desde ese día, me acaricio todo mi cuerpo, sobre todo mi trasero, y me introduzco mis juguetes sexuales, que compré en una tienda de sexo, a través de mi ordenador.

– Las relaciones del hombre y la mujer deben de ser únicamente para procrear, hijo.- Como cura, ese es el discurso que mecánicamente les suelto a las parejas que tienen problemas maritales. Pero el hijo de la señora de Castillo no lo entendía así.

– ¡Pero Padre! Si Dios únicamente quisiera que tuviésemos hijos, ¿por qué me resulta tan gozoso y placentero masturbarme metiéndome los consoladores, bolas y plugs por el ano?- Me preguntó con los ojos llenos de lágrimas.

Ante su excitante relato, y sin yo quererlo, notaba una terrible presión en mis pantalones. A mi cabeza no dejaban de venir las imágenes, de ese inocente niño experimentando con su cuerpo y gozándolo.

– ¿Pero tanto te gusta, hijo mío?- Le pregunté acercando mi mano a su muslo y dejándola allí más tiempo de lo apropiado, sintiendo la tibieza de su lampiña y tersa carne.

– Me sabe a gloria bendita, Don Félix. Al principio me costó un poco y sentía m*****ias cuando me metía esas cosas por ahí…, usted ya me entiende. Pero con el tiempo, no se imagina Padre lo abierto que tengo el culito y lo que me puede caber dentro. Yo mismo no puedo ni creérmelo. Es maravilloso lo elástico que es mi esfínter.- Me contestó el joven mientras me miraba con ojos enrojecidos y una incipiente sonrisa en sus labios.

– Tu madre ha comentado también, que te ha encontrado una caja de condones. ¿Para qué quieres tú eso, acaso has cometido algún otro pecado que no me hayas contado aún?- Le inquirí apretándole un poco más sus tiernas carnes con mi mano y subiendo lentamente mis dedos más allá del medio muslo.

– Verá Padre, es que después de mucho tiempo viendo ese tipo de películas y de tocarme, un día encontré una página en la que algunos hombres se ofrecían a tener sexo libremente, en un bosque cercano a mi casa, “Cruising” se llamaba. Así que me armé de valor y me fui a ese lugar. Allí me encontré con muchos hombres de todas las edades, y uno de ellos me hizo señas, yo me acerqué a él y nos fuimos a un rincón apartado.- La candidez de sus palabras me desarmaban. – Y entre los matorrales tuve por primera vez sexo con un hombre.-

Esta confesión hizo que me doliera mi propio miembro viril, que ya estaba en plena ebullición y goteando chorros de líquido preseminal que resbalaban por mis piernas, empapándome totalmente. Ni yo mismo me podía creer que el muchacho me estuviese excitando tantísimo con sus palabras. Un irrefrenable y lujurioso deseo atenazaba todo mi ser. Mientras tanto, mi mano seguía subiendo por su pierna, y las puntas de mis dedos comenzaban a introducirse, muy despacio, por las perneras de sus apretadas bermudas. El calor que me transmitía, recorría a través de mi brazo y se dispersaba por todo mi cuerpo, llegando a la base de mi columna vertebral, y llenándome de un gozo infinito e irguiéndome aún más si cabe mi inhiesta masculinidad.

Clavándole ligeramente mis uñas en su tierna piel, incité al chico a continuar con su relato.

– ¿Disfrutaste con ese hombre?- Le pregunté.

– Sí, Padre. Gocé como antes nunca lo había hecho en toda mi vida.- Me dijo el chico.

– Dices que tuviste sexo con un hombre. ¿Exactamente qué te hizo él a ti, y qué le hiciste tú a él?- El morbo podía más en mí que la prudencia, pero no me arrepentí de hacerle esta pregunta, pues su respuesta me supo a gloria.

– Padre, me da vergüenza contárselo.- Me respondió el chico.

– No debes avergonzarte de nada. Yo estoy aquí, no para juzgarte, sino para aconsejarte y perdonar todos tus pecados, hijo mío.- Traté de calmarle.

– Pues verá Don Félix, ese hombre comenzó a besarme y acariciarme por la cabeza y el cuello, para después abrirme los botones de la camisa que llevaba, y meter su mano por mi pecho. Me erizó la piel cuando sus suaves dedos pellizcaron mis pezones. Estaba como poseído por un ansia viva. Rápidamente bajo y masajeó mi bragueta, consiguiendo ponérmela dura, usted ya me entiende Padre.- El rubor de sus mejillas al contestarme, me dejaban ver la completa simpleza e inocencia de este niño.

– ¡Continúa!- Le dije. – No te detengas.-

– El hombre desabrochó mis pantalones y me los bajo juntó con los calzoncillos. Luego se arrodilló ante mí y se metió mi verga en la boca. Durante un buen rato estuvo jugando con su lengua en mi miembro. Yo pensé que acabaría eyaculando del gusto, pero el paró antes de que eso ocurriese. Me besó y acarició los testículos y luego…- El muchacho detuvo su relato y yo subí un poco más mi mano por su pierna. Estaba ya muy cerca de su abultado paquete genital.

– ¡Vamos hijo, no pares! ¿Qué pasó después?- Le pregunté.

– ¿Después? Él metió sus dedos entre mis nalgas, Padre. Me volteó apoyándome sobre el tronco de un árbol, y separó los cachetes de mi culo con sus manos. Sentí el frío aíre en esa zona de mi cuerpo que nunca antes había estado expuesta a nadie. Y me besó ahí. Ya sabe, como la mujer del vídeo que le he contado antes. Y entendí por qué aquel hombre le pedía que le metiera la lengua más profundamente. Era una gozada. Me ardía la carne cada vez que ese desconocido me lamía mi ano. ¿Cuánto placer puede aguantar una persona, Padre? Nunca se lo ha preguntado. Yo sí lo hice aquel día.

Con cada palabra que escuchaba de aquel inocente y lujurioso niño, yo más iba enardeciéndome. Un sudor frío corría por mi pecho y mi espalda, así como unas cuantas gotas caían por mi frente. Me saqué un pañuelo del bolsillo, con la mano que tenía libre, pues la otra no la apartaba ni un milímetro de la entrepierna del chico, y me sequé como pude aquella perlada lluvia.

Un fuerte dolor de testículos me sobrevino en esos momentos. Supongo que debido a que mis gónadas se estaban retrayendo rápidamente, dada la gran excitación que experimentaba todo mi cuerpo, por el concupiscente relato del chico. Imaginar la escena que acababa de relatarme, era algo que me enardecía el nardo, ya me entienden ustedes. Yo jamás, con anterioridad, he pronunciado y ni tan siquiera pensado, palabras tan obscenas, pero no encuentro otras que puedan describir mejor, todo lo que allí aconteció.

Duro como una roca, no dejaba de mirar a los ojos del muchacho, viendo en él también una terrible rojez en su rostro, por lo que deduje que a este apuesto niño se le estaba calentando algo más que su preciosa boquita de piñón. Por su parte, el hijo de la señora de Castillo, exhalaba entrecortadamente.

Acerqué aún más si cabe mi mano a sus genitales, pudiendo comprobar lo duro que tenía también, el joven, su miembro. Él al principio pareció sobresaltarse por la presencia de mis dedos sobre su enhiesta carne. Pero yo calmé su ansiedad tranquilizándole.

– No debes tener miedo. Como ya te ha comentado esa santa que tienes por madre, yo sé bien lo que te conviene. Déjame hacer- Mi voz sonó más débil y temblorosa de lo que pretendía, pero mis palabras sosegaron su inquietud.

– ¡Pero Padre, me está usted tocando mi verga!- Dijo el inocente muchachito.

– No tiene importancia, no debes alterarte por ello. Es sólo para comprobar el grado del pecado que has cometido, hijo mío.- Le contesté yo. – Sigue con tu relato, pequeño.- Le insistí.

– Don Félix, yo me siento tan sucio contándole todo esto. No sé si voy a poder continuar…- Me respondió el niño con los ojos llorosos.

– Vamos muchacho, a estas alturas, ya deberías saber que no tienes porqué sentir ningún tipo de vergüenza.- Le dije mientras mis dedos jugueteaban, por encima de su escueto calzoncillo, sobre su tieso mástil y con mi pulgar masajeaba sus protuberantes bolas. – Te habías quedado en que aquel extraño del bosque estaba lamiéndote tu oscuro y secreto agujero trasero. Y que gozabas como nunca antes con la lengua de aquel hombre en tu abierto culito. ¿Y qué pasó después?- Le pregunté yo.

– Pues verá Padre, durante un largo rato, ese desconocido me dilató el ano con sus dedos y me lo lubricó con su propia saliva. En toda mi vida había sentido nada parecido. Se me nubló la vista y tuve que cerrar los ojos y sujetarme fuertemente al árbol, para no caerme mareado de tanto gusto que me estaba dando. Ni tan siquiera me toqué la verga y ya la tenía chorreando el agüilla de antes de correrte. ¿Sabe de lo que le hablo, Padre?- Me inquirió el cándido niñito.

– Naturalmente que lo sé.- Le contesté yo. – A esa agüilla como tú le dices, se le llama líquido preseminal, y sale cuando el cuerpo experimenta una gran excitación sexual. ¿Ves?- Le dije yo mientras le bajaba un poco el elástico de su slip y pasaba mi falange por su humedecida verga, provocando en el chico un ahogado quejido ante el contacto de mis dedos en su glande. – Tal y como te está pasando a ti en estos momentos. Además este líquido sirve para lubricar el miembro del hombre y así poder penetrar con más facilidad dentro de la mujer, y llegar a la procreación con mayor rapidez. Pero en tu caso, con esas prácticas que tú realizaste, bien sabe Dios que no irás a tener hijos pronto.- Saqué por primera vez mi mano de debajo de su pantaloncito y le acerqué mi dedo a sus ojos para que viera como me lo había llenado de su sustancia preeyaculatoria.

– Don Félix, cuanto siento haberle ensuciado la mano.- Me contestó el muchacho con ternura y congojo.

– No te preocupes por eso, hijo mío, pero será mejor que te quites el calzoncillo que lo tienes empapado con tanto líquido, o te pondrás perdido todo el pantalón, y tu madre se va a enfadar mucho contigo. Para que veas que no te engaño, yo también tengo la pernera mojada.- Le dije mientras llevé su mano al paquete de mi pantalón para que él notara mi propia humedad. – Acompáñame a la sacristía y allí podremos cambiarnos con total confianza.-

El chico y yo nos levantamos de los solitarios bancos de la iglesia y nos dirigimos hacia la parte trasera, en donde estaba la sacristía. Nada más entrar ambos en aquella habitación, cerré con llave la puerta, para que así el joven no se sintiera cohibido, y de paso tener una mayor privacidad, pues en mi estado, yo también necesitaba ponerme algo seco. Deben creerme cuando les digo que en mi intención, al menos al principio, tan sólo deseaba quitarme mis propias prendas interiores humedecidas por tan exuberante situación. ¡Quién podía imaginar lo que acabó pasando!

Al principio el chiquillo se encontraba tan parado, que tuve que empezar a desnudarme yo primero. Cuando el precioso niño vio que no sentía ninguna vergüenza al mostrarle mis partes íntimas, él comenzó a desnudarse también. A pesar de haber estado manipulando tan prietas carnes, no podía creer lo bien dotado que se encontraba el muchachito, hasta que lo vi delante de mí con toda su magnitud al alcance de mis ojos. Se me hizo la boca agua, y mi excitación, claro está, no le pasó desapercibida al joven.

– Padre, a usted también se le ha puesto dura.- Me dijo el cándido niño.

– Es algo natural, hijo. Es tan vívido y real el relato que me estás contando que cualquier hombre estaría excitado en estos momentos.- Le contesté sin rubor al muchachito, que seguía con los pantalones puestos.

Me acerqué a él y le desabroché el botón de sus escuetas bermudas a cuadros, bajándoselas hasta los tobillos y quedando mi cara frente a la tienda de campaña que se formaba en su pequeño slip. Con una sonrisa de oreja a oreja, le miré a los ojos y le fui bajando muy lentamente su calzoncillo. Como un resorte, su verga llena de líquido preseminal, salió disparada y me golpeó la mejilla, dejándomela humedecida y caliente.

– ¡Hay que ver cómo estás!- Le dije reprendiéndole fingidamente, mientras le seguía sonriendo.

Terminé de sacarle el slip y se lo mostré para que viera lo mojado que lo tenía. Así mismo recogí el mío propio y se lo enseñé también. Ambas ropas interiores se encontraban muy empapadas con nuestros jugos testiculares.

– ¿Por qué no me cuentas como terminó tu historia con aquel desconocido del bosque?- Le pregunté mientras le limpiaba suavemente su endurecido miembro con un pañuelo de papel.

– Al final, Don Félix, el hombre se incorporó apoyando su pecho sobre mi espalda. Me separó las piernas con sus pies, dejándome completamente expuesto. Me sujetó las manos con las suyas. Al poco tiempo sentí como su verga se abría paso por entre mis nalgas, acariciándolas con la punta de su capullo. Yo tenía unas ganas enormes de que me la metiera hasta las entrañas, pero a él parecía no importarle el tiempo. Me la estuvo clavando sin llegar a atravesarme durante una eternidad. Cuantos más golpes de polla me daba en mi culito, más ansias tenía yo de que me penetrara hasta los huevos. Cuando por fin se la agarró con la mano y la dirigió a la entrada de mi agujerito, y noté que se abría paso a mi interior, grité un poco, pues me m*****aba. Me dolió un poco el ojete cuando me llenó con su polla, pero aun así, mi excitación no disminuyó. Era la primera vez que me metían una verga de verdad por detrás, y me sentí en la gloria teniendo aquel pedazo de carne caliente dentro de mi culo.- El chico jadeaba cuando me respondió. A la par que volvía a soltar líquido preeyaculatorio, el cual yo limpiaba sin descanso con mi pañuelo.

En ese instante, el muchachito me miro con tanta ternura y enrojecimiento en sus mejillas, que me resultó imposible resistirme por más tiempo. Acerqué la cara a su endurecida carne y se la besé con todo mi amor. El chico se puso tenso de primeras, pero cuando vio que mis labios se abrían para recibir en la cavidad de mi boca toda su espléndida dureza, se dejó llevar y recibió con muy buen grado las caricias que mi lengua le proporcionaban.

Mi mente estaba echa un lío. Por un lado sabía que aquello era un pecado que no podía cometer, pero por otro lado, ese chiquillo me había cautivado. No le di más vueltas y me dejé llevar por la pasión. Mientras lamía todo su miembro, acariciaba con mis manos sus delicados testículos, que al calor de mis dedos, se sentían tan suaves como la seda. Subí y bajé mis manos por el interior de sus pantorrillas, mientras metía más y más profundamente toda la largura de su enhiesta verga en mi boca. Me aferré con fiereza a sus tersas carnes traseras, que revelaban unas nalgas prietas y bien puestas, como la mayoría de jóvenes a esa edad. Y finalmente acaricié y penetré su cerrado esfínter con las falanges de mis dedos corazón e índice.

Entretanto, el hijo pequeño de la señora de Castillo gemía descontroladamente, agarrándose a los cabellos de mi cabeza y guiándome con sus manos para conseguir que me introdujera aún más si cabe su dureza en mi cavidad bucal. Debido, tal vez, a su inexperiencia, o a su juventud, el caso es que el pobre muchacho no aguató demasiado y terminó eyaculando con demasiada antelación y sin previo aviso. Es de ley decir, que jamás antes yo había saboreado el jugoso néctar que los hombres excretamos, de forma habitual, de nuestras gónadas. Y la verdad, me encantó, aunque me pilló por sorpresa.

Después de esto, me puse de pie y le abracé con fuerza. El chico continuaba agitado y gimiendo. Al parecer esta era la segunda vez que le realizaban una mamada y la había disfrutado tanto o más que la primera. Sin embargo, yo aún estaba totalmente empalmado. Mi miembro estaba endurecido por tanta tensión sexual, en mi caso, no resuelta. Sin mediar ni una sola palabra más, el chico viendo mi total excitación, me acarició con su mano la punta de mi glande, lo que me produjo una mayor sensación de placer. Quería pedirle que me la chupara como le había hecho yo con anterioridad, pero antes de poder hablar, él ya se había dado la vuelta, sujetado con las manos sus carnosas nalgas y abriéndoselas completamente para mí.

Aquello sí que era una auténtica aparición. Por vez primera en toda mi vida, pude contemplar el cielo con mis ojos. Ese rosado ano que el niñito exhibía ante mi lujuriosa mirada, se estaba moviendo espasmódicamente, como llamándome. Parecía pedirme que le atendiera con la misma amorosa dedicación con la que había atendido previamente a su verga. Pero nada salía como yo lo tenía planeado. En realidad, era el joven muchachito quién parecía guiar todos mis pasos y quién al final decidía qué y cómo se debía hacer en cada momento.

En un primer instante intenté arrodillarme nuevamente, pero esta vez frente a su trasero. No obstante, el joven me lo impidió. Al parecer no deseaba que le lamiese ahí, lo que el ansiaba era otra cosa.

– No Padre, por favor.- Me dijo evitando que bajara a comerle tan dulce culito. – ¡Métamela!- Me ordenó, abriendo aún más su agujerito.

¿Qué podía hacer yo, sino obedecer sin rechistar? Me dispuse a llevarle hasta la mesa de la sacristía y una vez allí tumbado con medio cuerpo apoyado sobre el escritorio, le fui abriendo su puerta trasera con mis caricias. Después de meter mis dedos en su cuerpo y agrandar así la entrada de su ojete, me pidió que se la metiera de una vez.

Cómo describir la sensación que me embargó, al entrar en tan angosto túnel del placer. Para mí era la primera vez que penetraba un agujero tan estrecho y caliente. De hecho, era mi primera vez, si quitamos alguna que otra efímera experiencia en el seminario, ya olvidada tantos años atrás. La calidez de sus carnes, la apretura de su orificio, la pasión de su juvenil cuerpo, todo estaba dispuesto para hacerme gozar plenamente. Perdí totalmente la cabeza por aquel chiquillo. Con cada vaivén de mi cuerpo enterrándose en su culo, con cada palmo de su piel que me quemaba y destruía toda mi templanza, con cada suspiro que ambos ahogábamos antes siquiera de salir de nuestras bocas, me fui olvidando de mi fuerza espiritual y de mis convicciones y alcancé el mayor de los orgasmos, llenándole al pequeño sus intestinos con mi semen.

Derrotado y exhausto me dejé caer sobre el ardiente cuerpo de mi joven amante. No me atreví ni tan siquiera a extraer mi menguante miembro de su prieto esfínter, por miedo a romper la magia de aquel maravilloso momento.

Cuando por fin nos pudimos incorporar, el apuesto muchachito me miró a los ojos y me preguntó:

– Padre Félix, esto que acabamos de hacer, ¿es pecado? –

– Por supuesto que no es pecado, hijo mío. Esto es el mayor acto de amor entre dos personas adultas que se sienten atraídas, la una por la otra.- Le dije yo creyéndomelo totalmente. Era la primera vez que no respondía a una pregunta con clichés repetidos hasta la saciedad y que no significaban nada en absoluto.

Abracé nuevamente al joven que tanto placer me había proporcionado y lo bese con ternura en los labios.

– Sin embargo, esto que hemos hecho no lo puede saber nadie. Es un secreto entre tú y yo, ¿queda claro?- Le pregunté al chico.

– ¿Ni siquiera a mi madre?- Me preguntó él.

– A tu madre menos que a nadie.- le dije yo. – Como ya te he dicho, yo te daré la absolución de tus pecados, pero esto es secreto de confesión y no se lo podemos decir a nadie, nunca jamás, ¿De acuerdo?-

– De acuerdo, Padre. ¿Y no tengo que hacer ninguna otra penitencia?- Me inquirió con total inocencia el muchacho.

– La única penitencia que harás y que le contarás a tu mamá, es venir a la iglesia, a recibir mis consejos espirituales, todos los días después de tus clases. Y así no tendrás que volver a jugar con tus juguetes sexuales, ni a buscar sexo con extraños por los bosques. Seguro que así tu madre se pondrá muy contenta y te dejará tranquilo.- Le respondí yo frotándome las manos pensando en los futuros polvos que me traerían esos lodos. ¿O es al revés? Bueno qué más da. – La cosa es que lo vamos a pasar muy, pero que muy bien, los dos juntos.

Días después vino la señora de Castillo a traerme una tarta hecha por ella misma, en agradecimiento a tan noble favor por mi parte, pues ella realmente piensa que su hijo se ha encarrilado por fin. Al parecer, el chico ha tirado todos sus juguetes sexuales a la basura y también ha dejado de ver en su ordenador páginas guarras, como ella las definió.

Como consejero espiritual del chico, había conseguido encarrilar su mal comportamiento, y eso a la buena señora le pareció sublime. Desde ese momento yo soy la única persona del mundo en quien ella confía ciegamente, cosa que yo agradezco día a día con inmenso placer.

Por mi parte, que puedo decir, cada día que paso con mi joven pupilo, alcanzo nuevas cuotas de beatitud, o por lo menos, creo estar más cerca del cielo cada vez que el chiquillo viene a confesarme sus pecados, que yo, por supuesto, absuelvo muy gustosamente.

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