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Verdaderas amigas – Cap. 4.- Reinas y sus tronos.

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Verdaderas amigas – Cap. 4.- Reinas y sus tronos.
Norma permanecía imperturbable, sentada muy oronda.

—¿No crees que ya es demasiado? —le pregunté a Norma, realmente preocupada.

—No, tú no te apures. Él está haciendo su mejor esfuerzo. ¿O no es así?

Y, sólo para darle la oportunidad de responder, se levantó.

Domingo tragó aire como desesperado sin siquiera poder contestar, pues lo que le urgía era respirar. Norma no tardó en volverse a sentar en su cara inmediatamente.

—Pero ahora, como tomaste aire, vamos a iniciar otra vez —dijo, y con su reloj de pulso volvió a tomar el tiempo.

Los tres chicos permanecían aún amarrados a las sillas. Entre las dos los habíamos volcado con todo y éstas, con el respaldo hacia el piso.

Según Norma, para que tuvieran derecho a penetrarnos, tenían como condición aguantar el que ella se les sentara encima de sus rostros por más de dos minutos.

Creo que ninguno se había imaginado que los desafíos de Norma llegarían a tanto. Verla así: montada sobre la cara de Domingo, dejándole caer todo su peso; me hizo preocuparme por él. Pensar en que podría hacerle un daño irreversible al joven chamaco.

Por otra parte, Norma se veía como toda una Amazona que se erguía dominante. Ella era eso y mucho más; una verdadera “traga hombres”. Parecía como si en verdad se los quisiera devorar con esas tremendas nalgas que poseía.

—Vamos Laura, ayúdame con Adolfo —me dijo, después de que Domingo fallara por tercera vez y tuviera que dejarle respirar.

—No, Norma. Cómo…

—Ándale, si no lo haces tú lo haré yo —me advirtió, con cierta complicidad en el tono de su voz.

Sentí que Norma me animaba a hacerlo porque se había dado cuenta de mis sentimientos hacia Adolfo.

Sabiendo de lo que ella era capaz, decidí actuar. Colocando mis pies a cada lado de la cabeza de Adolfo, me dispuse a sentarme en cuclillas sobre su cara. La piel se me erizó mientras descendía hacia él. Un escalofrío recorrió mi espalda cuando sentí el aliento de Adolfo en la entrada de mi vagina.

Cuando por fin mis labios y los de él se tocaron, tomé consciencia de lo que para mí significaba ese contacto. Era un beso. Un real y auténtico beso; uno tan íntimo que jamás antes había dado; ni siquiera a mi novio. Él había tocado mis labios vaginales, sí, pero nunca así.

Me sentí otra. Ya no era la misma, definitivamente no. Había superado mi vergüenza; me había atrevido ir más lejos de lo que nunca antes.

Sin que Norma me lo indicara, me incliné y con mis otros labios atrapé su verga, …verga, yo jamás usaba esa palabra. Me sonaba de lo más vulgar. Pero desde esa ocasión la incorporé a mi vocabulario. No podría nombrar de modo más adecuado a esa pieza de carne, tan larga que parecía un mástil. La de Adolfo era la más linda verga que yo hubiese visto; palpado; sentido. Manualmente la limé y, acercando mi cara a su vello púbico, hice que éste rozara mi rostro, lo que me provocó las más dulces cosquillas.

Ya no aguantaba más, quería unirme en franca unión sexual con aquel apuesto joven. Deseaba pedirle, rogarle, que me penetrara. La sola idea de solicitar algo así humedeció mi vagina. Estaba dispuesta a tomar aquella hombría; tan enorme como estaba, más gruesa y larga que la de mi novio; y hundirla en mí. Quería resguardarla en mi intimidad; verme atravesada por una masculinidad que mi cuerpo anhelaba, deseaba. Mientras seguía lamiéndole su viril instrumento, acariciaba con mis dedos sus firmes pectorales, subiendo hasta su abdomen bien marcado. Como para saber que aquello que estaba viviendo era algo muy real (no tratándose de una fantasía o un sueño) me agarré de su vientre en un espasmo de agradecido éxtasis.

—¡Ya Laura, ya! Te has pasado de los dos minutos, déjale respirar —de repente me gritó Norma.

Me despegué de él inmediatamente, preocupada de haberle hecho daño. Adolfo tosió, y respiró a boca jarro, pero estaba bien. Miré a Norma y en ella vi la satisfacción de su obra realizada: Me había convertido en una mujer renovada, una que se atrevía ir más lejos de los límites morales que le habían impuesto; había estado ahí, igual que ella, muy bien sentada como toda una reina. Dos Reinas reposando en sus correspondientes tronos; ahora lo veo con claridad.

Los otros dos chicos no llegaron a los dos minutos, ni siquiera al minuto y medio, sin embargo, Norma dijo:

—No todos han superado esta prueba, pero han aguantado como verdaderos hombres. Laura, ¿tú qué opinas?, ¿crees que es justo que los tres disfruten del calor de nuestras entrañas?

Sonreí, pues no sólo me hicieron gracia las palabras de Norma, sino que bien sabía lo que ella realmente deseaba para esos momentos.

Norma tomó el robusto miembro de Domingo, apuntándolo hacia su vagina, y me indicó que yo hiciera lo mismo con el de Adolfo. A ambos penes ya les habíamos colocado condones. Las dos estábamos a media sentadilla a punto de asentar nuestras posaderas sobre el regazo de los muchachos. Ellos seguían atados a las sillas, que ya estaban de nuevo en pie.

No habían perdido las vendas que cubrían sus ojos, por lo que ninguno sabía a quién iban a penetrar. Las dos habíamos estado muy calladitas para no dar seña. Esto hizo que la situación me pareciera de lo más excitante.

En silencio, Norma hizo un conteo con gestos de su boca y con los dedos de una mano: «Uno, dos y… ¡tres!» tras éste último, las dos nos sentamos en nuestros respectivos “tronos”. Ninguno de los dos chicos supo a quién habían penetrado, pero aún pese a tal ignorancia lo gozaron, estoy segura de eso.

Sentir el tieso y caliente miembro de Adolfo fue una total delicia. Juro que incluso, mientras me quedé quieta en aquel breve instante en que me acostumbraba a tan enorme falo, lo sentí latir dentro de mí; fue hermoso.

Pero no podía quedarme allí pasiva, me moví con la avidez propia de la lujuria que en mí afloraba. Batí el trasero como nunca antes. Norma hizo lo propio. Sobre Domingo cabalgó como si quisiera domar a una indómita bestia que bajo ella se debatía.

Afianzándome de sus rodillas, tomé apoyo de Adolfo para moverme hacia arriba y abajo en sentones que producían los más sonoros chasquidos. El placer era enervante. Dejaba que saliera casi por completo para luego volvérmelo a tragar de un solo sentón, hasta las entrañas. Me incliné para ver cómo me quedaba sólo con la puntita de su glande, cuando yo me alzaba, atrapándolo entre mis labios vaginales. Luego me dejé caer de nueva cuenta en su deliciosa verga sintiéndolo a consciencia. Pude ver cómo aquel tubo de carne maciza se deslizaba por mi apretada intimidad, que lo abrazaba con impúdica pasión. Dicho tallo aparecía y desaparecía y verlo así me excitaba.

Tácitamente, y sin preverlo, parecía que nos habíamos puesto de acuerdo para que aquello se convirtiera en una sana competencia entre nosotras. Norma y yo cabalgábamos, lo mejor que pudimos, como para ver quién era la primera en hacer eyacular a su montura.

Ella meneaba aquel portento de nalgas sobre Domingo, mientras que yo no dejaba de hacer sentadillas sobre el resistente Adolfo, quien no daba muestras de cansancio.

Pero claro, aquellos chicos no podrían eyacular debido a los anillos, sin embargo…

Al final fue Domingo quien no pudo resistir más y eyaculó primero. A pesar de la restricción ejercida por el anillo, su semen se había abierto paso en una dolorosa escapada que hizo gritar al sufrido joven. Incluso rastros de sangre fueron notorios en el preservativo, cuando Norma se lo quitó. Aquello debió ser de lo más doloroso para él. Pese a ello la dureza en el muchachón no dejaba de ser manifiesta.

Sin dejar de sentir pena por los muchachos; ya que era evidente el padecer que sufrían, debido a la restricción de aquellos aros metálicos; pedí a Norma liberarlos. Ella por fin accedió.

—Está bien, pero a cambio me deberás ceder a tu potro —me lo dijo con total malicia.

Debí poner tremenda cara de inconformidad, pues enfatizó:

—Pero no te apures, sólo lo montaré un rato, luego te lo devuelvo.

Dadas las circunstancias, mientras Norma se hacía con Adolfo, me tocó hacerme cargo de Pepe; quien libre del cepo, y sin condón de por medio, disfrutó de una felación por parte mía. Deseaba ponerlo a punto para que me penetrara. Sin embargo, Pepe no se supo aguantar y me eyaculó en plena cara. Fue así que me vi batida por su simiente. Al ver eso, Norma no dudó en regañarlo.

—¡¿Cómo no pudiste aguantarte?! ¡Ahora te vas a tener que esperar, vas a ser el último que tenga el gusto de penetrarnos por precoz! —gritó, sin dejar de cabalgar sobre Adolfo.

Pese a las duras palabras de Norma, minutos más tarde, y ya libres de ataduras, cada uno de aquellos tres chicos tuvo el placer de pasar por en medio de nuestras piernas. Nos los íbamos rolando entre nosotras jugando diversos roles, según el carácter de la pareja que teníamos en turno, y la fantasía que se nos ocurría entre ambos. A veces éramos maestras; vecinas; mamás de algún compañero; o incluso sus amorosas madres. Inventábamos diálogos que no sé de donde salían. Nos divertimos muchísimo. Cada cópula fue diferente.

Los minutos pasaron y yo terminé agotada, tendida sobre la cama mientras que, a lado mío, Norma estaba montada a horcajadas sobre Domingo, quien clavaba su estaca entre las piernas de mi lujuriosa amiga (ya así la consideraba).

Nuestras miradas se encontraron, le sonreí (agradecida de la experiencia que me había compartido), y ella se inclinó hacia mí. Tomándome por sorpresa, me dio uno de los besos más tiernos y francos que he recibido. Pero su carácter dominante no desapareció. Me indicó que me parara sobre la cama, con un pie a cada lado de la cabeza de Domingo.

Supuse que quería que le brindara la boca de mi sexo al moreno muchacho, y yo no puse reparo. Pero antes de que me sentara sobre el chico, y como quedé parada justo frente a ella, Norma me tomó de las caderas y me acercó a su boca. Ésta y mi sexo se besaron. Luego separó mis labios vaginales con sus dedos e introdujo su lengua en mí. Si no me hubiese provocado tal placer yo me hubiera apartado de inmediato, pero lo dicho, nunca antes había sentido algo así. En mi interior sentí una corriente eléctrica, un delicioso placer lúbrico. Mis paredes íntimas se empaparon, palpitando, dilatándose y contrayéndose.

Excitada por sus caricias, miré mi reflejo en un gran espejo situado frente a mí y a espaldas de Norma. Ahí también vi cómo el durísimo miembro del muchacho entraba y salía de la panocha de ella. Quedé fascinada ante tal espectáculo en el que podía ver cómo se perdía tal pedazo de carne entre las grandes y perfectas nalgas de mi amiga, quien comenzó a concentrar el ataque de su lengua en mi clítoris. Me fue inevitable emitir gemidos de pasión y de placer.

Adolfo y Pepe, excitados por lo que veían, se pararon del sofá donde descansaban y fueron a pararse junto a nosotras, anhelantes de recibir atención. Yo los invité a que se colocaran uno a cada costado mío, y así les agarré sus vergas. Nada tontos, cada uno tomó entre sus labios mis pezones y los succionaron.

Pude percatarme que en poco tiempo ya tenían una erección tan perfecta como la del inicio.

La escena que veía en el espejo era desquiciante: Una joven mujer como yo, que sostenía entre mano y mano dos vergas de muchachos colegiales, siendo acariciada en su órgano genital por la lengua de otra. Quien a su vez se movía como desesperada al gozar la verga del muchacho al que con maestría cabalgaba.

Apreté y acaricié los falos de los dos mozalbetes que me mamaban las tetas. Aquello era mucho más de lo que hubiera podido desear en mis fantasías más secretas. Domingo recorría las nalgas de Norma con ambas manos. Las manos se veían rechonchas y aun así pequeñas en proporción con los tremendos gajos de carne acariciados.

Domingo introdujo uno de sus dedos en el orificio anal de mi amiga. Fuera de sí por el placer recibido, Norma succionó con desesperación mi sexo.

—¡Madre mía! —grité mientras sentía el arribo del orgasmo—. ¡Ay… ya no aguanto más!

Me convulsioné; me agité como poseída. La succión de Norma no paró y se hizo irresistible. Sentí que me ganaban las ganas de orinar, y así lo hice. Sobre el rostro de aquel antes desconocido cayó un líquido transparente salido de mi sexo. Pero no eran orines. Grité, desfalleciendo, mientras que mis piernas perdían fuerza y mis rodillas se doblaban. Caí de un sentón sobre la cara de Domingo.

Al abrir los ojos me di cuenta que el orgasmo había sido simultaneo para tres de nosotros: Domingo y Norma incluidos.

Norma fue la primera en reaccionar. Sonriente y triunfal, desmontó y se fue al baño moviendo sus nalgas sensualmente al caminar. Después de verla retirarse, me di cuenta que yo hacía movimientos pélvicos instintivos. De adelante a atrás, y viceversa, mi pelvis se movía acariciando así con mi parte púbica la cara de Domingo. Éste correspondió dándome lengüetazos muy placenteros. Sonriendo recibí el goce que se me brindaba, ya desprendida y superada de la vergüenza de otro tiempo.

Volví a tomar consciencia de la presencia de Adolfo y Pepe, que seguían uno a cada lado mirándome como implorantes. Estaban enteros y los dos requerían su merecida “ordeña”. Sonreí de mi propio pensamiento y tomé aquellos tubos de carne. Los presioné sintiendo su palpitación en mis dedos. Sentí cómo una ola de calor me envolvía. Me miré en el espejo y me desconocí. Tenía en el rostro una expresión de lujuria que jamás había advertido en mí misma. Parecía una fiera en brama. Actué como una viciosa sexual, como una desfachatada que ya había perdido todo pudor. Solté los miembros de los muchachos y me coloqué de tal forma que, mientras descansaba sobre mis cuatro extremidades, le di a mamar mis pechos a Domingo.

—Ponte detrás de mí —prácticamente le ordené a Adolfo al mismo tiempo que yo levantaba la cola —. Y tú adelante —le indiqué a Pepe.

Sin solicitarles que se pusieran condón, me dispuse a ser penetrada. Adolfo, quien no era ningún novato en lo que al sexo se trataba (podía verse, y sentirse), cogió su cilíndrico pedazo de carne y lo colocó a la entrada de mi chorreante vagina. Lo hizo penetrar de un solo empujón. El miembro resbaló en mi empapada cueva deslizándose fácilmente, hasta que sus huevos toparon con mis labios vaginales. Sintiéndolo por primera vez al natural, comencé a moverme lentamente. El muchacho gemía y me acariciaba las nalgas. Tomé con una de mis manos el miembro de Pepe, le acaricié los testículos, enrollé los dedos en su verga cerca de la raíz y me la llevé a la boca. La introduje hasta mi garganta, chupándola, succionando, ahogándome con ella. La sacaba sólo para pasar la lengua por la cabeza y recorrer el tallo de arriba a abajo y de abajo a arriba. Pepe jadeaba y se estremecía. El ruido combinado de nuestros gemidos y jadeos invadía la habitación y aumentaba la excitación del grupo.

Cada vez que me separaba de Adolfo, haciendo salir su pene hasta el nacimiento de su glande, él me hacía hacia él y me volvía a clavar su estaca hasta hacer chocar nuevamente sus testículos contra mi entrada genital. Llevó una de sus manos hasta mi trasero para, con su pulgar, rozar mi ano, provocándome una sensación que aún ahora no puedo describir. El placer crecía, llegaba al máximo y cesaba, para empezar de nuevo. Aquello me enloquecía.

Saqué la verga de Pepe de mi boca y la sacudí, como masturbándolo.

—No… no, por favor —balbuceó—. Si me chaqueteas me vas a hacer venir y quiero hacerlo, pero penetrándote.

Maliciosamente, tras una breve pausa, volví a sacudirle el pene y con más vigor. El muchacho aguantó como todo un hombre, resistiéndose a terminar sin cumplir su anhelo. Esto me animó a premiar su resistencia. Pero aun no, pues la entrada del garrote de Adolfo en mis genitales me producía el más intenso placer, el cual se acentuaba cuando él ponía el dedo en mi culo. Entre las succiones de Domingo en mis pechos y el goce de los dos falos estaba desesperada, apunto de un clímax violento. El que quise experimentar haciendo algo salvaje y único que jamás había disfrutado: una penetración vaginal – anal.

Quería sentir en mi interior dos vergas y gozar las eyaculaciones simultáneas de ambas.

Volteé para ver a Adolfo y le grité imperativamente:

—¡Sácala y métemela en el culo!

El chico, un tanto tomado por sorpresa, aceptó de buena gana no obstante, y sacó su miembro de mi vagina.

Sin asco de meterme la verga sin látex de por medio, Adolfo ensalivó previamente mi ano y, tras unos salivazos más a su pene, colocó su tieso miembro en la entrada de mi recto y empujó.

Era la primera vez que tendría sexo anal, mis novios (todos) lo habían intentado, pero ninguno me había convencido. Ahora un chico, a quien apenas había conocido ese mismo día, me abría el ano.

Poco a poco Adolfo, o mejor dicho, el miembro carnoso de él, se clavaba en mi fundillo. Milímetro a milímetro, Adolfo fue introduciendo su delicioso pene en mi recto.

—¡Duro! —gemí suplicante—. Métemela toda… toda… atraviésame… mátame… dámela toda —pese al dolor, demandé, como si sintiera que me lo mereciera.

Con el tiempo, y el esfuerzo necesario, me la metió hasta el fondo de mi recto. Aprisionando mi cintura con sus poderosas manos, empezó a bombearme.

—¡Tú no seas pendejo! ¡Cógeme por la vagina! —le grité a Pepe, quien aún permanecía frente a mí sin saber qué hacer¬—. ¡Anda, dale chance! ¬—le dije a Domingo (quien estaba bajo de mí), dándole a entender que tenía que moverse, pues Pepe ocuparía su lugar.

Domingo, de mala gana, se retiró y se fue a sentar en el sofá. Aunque, desde ahí, no dejó de mirar nuestras maniobras.

Pepe se resbaló entre mis muslos y le ayudé a introducir su hombría en mí. Al sentir las vibraciones de ambos falos dentro, me empecé a venir. Una venida que me pareció eterna. Todo mi ser se contraía y se dilataba. Mi ano apretaba salvajemente el miembro de Adolfo. Después de unos minutos lo exprimí por completo, el chico eyaculó abundantemente, mientras que yo, gritando como si agonizara, experimenté el mayor orgasmo de mi vida hasta ese momento.

Me derrumbé hacia adelante, esto provocó que los dos penes que mi cuerpo albergaba salieran de su refugio.

Al volver en mí, me di cuenta de que Pepe no había terminado. De modo que, a pesar de sentirme plenamente satisfecha, sabía que no era decente dejarlo así. Me puse boca arriba y me abrí de piernas para que él me la metiera nuevamente.

—¡Embarázame! Por favor —le dije, sabiendo que esto le excitaría; hacia un momento, durante los juegos de roles, me había confesado que tenía la fantasía de dejarme embarazada.

Ni tardo ni perezoso, Pepe se puso en posición.

Domingo se acercó nuevamente, como no queriendo perder oportunidad de que se la mamara, cosa que hice.

Pepe me la metió; mi intención era solamente que él se desahogara, pues creí que me sería imposible encontrar más placer, pero cuando la sentí dentro, palpitante, me encendí. Pronto me di cuenta de que estaba disfrutando con la misma intensidad anterior.

Casi muerdo el grueso pene de Domingo de puro gusto, al sentirme tan excitada, pero me contuve. Tras varios minutos, Pepe me dijo casi sin fuerzas:

—No puedo más, me voy a venir.

—Sí cariño. Vente, no los aguantes más. Déjalos que naden en mí. Quiero quedar preñada y darte así muchos hijos que se parezcan a ti —le respondí, con tono cariñoso, alimentando su fantasía.

Eso bastó. En un instante el esperma del menudo muchacho inundó mi vagina, y me llevó a experimentar otro orgasmo. Podía apreciar la tibieza del néctar de Pepe. Grité, me convulsioné, mis músculos se tensaron y me vine en un orgasmo arrollador, abundante, que sentí que me secaba el cerebro. Estaba agotada, pero feliz y satisfecha.

Norma salió del baño cubierta por una bata. Había tomado una reconfortante ducha y nos invitó a seguir su ejemplo.

Mientras ella preparaba unos bocadillos. Domingo, Pepe, Adolfo y yo nos fuimos a bañar.

Bajo el agua los besé, y con ternura los enjaboné, luego ellos me lo hicieron a mí. Sus vergas pronto se irguieron para sorpresa mía y de ellos. Yo aproveché y les hice sexo oral a todos. No faltó el que puso el desorden y quiso meterme la verga bajo plena regadera. Pero, dado que todos querían, los paré en seco. No me parecía correcto dejar sola a Norma mientras nosotros disfrutábamos. Ella nos esperaba.

Cubierta con una bata, mientras que ellos con toalla cada uno, mis acompañantes y yo fuimos con Norma, quien nos esperaba en el bar.

Sentados frente a la barra, todos degustamos los bocadillos que ella amablemente nos había preparado. Estábamos hambrientos, la energía gastada, apenas unos minutos antes, nos había dejado con mucho apetito. Nos mirábamos sonrientes unos a otros mientras devorábamos los alimentos y saciábamos nuestra sed con bebidas de la cantina. Los muchachos estaban felices y yo también. ¿Cómo no estarlo?

—Ustedes son las mujeres más hermosas y más cachondas que he conocido. Nunca imaginé que el sexo se pudiera gozar así —dijo Adolfo.

—Sí… siento que me han hecho un hombre de verdad. Las amo —comentó Pepe, y yo no resistí las ganas de sacudirle el cabello, como si de un pequeño cachorro se tratara.

—Ay ternurita —le dije.

—Nosotras también nos la pasamos bien ¬—comentó Norma.

—Quiero cogérmelas todos los días —expuso Domingo, y se le pegó a Norma desde atrás apretándola contra su cuerpo.

Norma lo apartó firmemente.

—Cálmate Nerón. Debemos ser claras. Ustedes son buenos chicos y resultaron estupendos para coger, pero tanto Laura como yo tenemos parejas. No dudo que volveremos a arreglárnoslas para estar a gusto junto a ustedes, pero no quiero que piensen que podrán estar con nosotras a cualquier hora y lugar.

—Confíen en nosotros. Nunca las m*****aremos —respondió Adolfo, exponiendo madurez.

—Así debe ser. Y deben ser discretos. Si quieren volver a estar con nosotras, no deben compartir esta aventura con nadie, o no habrá otra ocasión.

Los chicos prometieron no hablar del asunto, pero bueno, eran chicos. Lo más probable es que sí lo hicieran, presumiendo con sus amigos. Norma les pidió sus números telefónicos, pero no les dio el suyo, ni permitió que yo les diera el mío. Esto era por seguridad, aclaró.

Tras un rato de charla, los chicos se retiraron a petición de Norma, quien comentó que tenía una cita. Supuse que eso sólo era un pretexto para quitárselos de encima. Les prometió que les llamaría cuando se presentara la oportunidad de otro encuentro.

Al quedarnos solas, le comenté:

—Nunca me lo hubiera imaginado. —dije, tratando de asimilar lo que acababa de vivir.

—¿Qué? Que una también tiene el derecho de buscar placer —expresó.

Ella sonrió. Luego se me acercó y nuevamente nos besamos.

—Y espérate, que todavía falta —amenazó.

Yo la miré sorprendida. Para mí la sesión de sexo desenfrenado ya había sido consumada. ¿Qué más planeaba Norma, si los chicos ya se habían ido?

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